soma-sema
Notas sobre la
performatividad de la mirada
Felipe Kong Aránguiz
…la
lectura que tal vez sea, en efecto, una danza con un compañero invisible en un
espacio separado, una danza dichosa, apasionada danza con la "tumba".
Maurice Blanchot
Este texto toma como material una tarde en el Cementerio
General de Santiago y sus alrededores, en la cual se desarrolló la segunda
jornada del encuentro de performance Activación
autónoma temporal, el 25 de Julio de 2015. Las acciones fueron presentadas
por Jazmín Ramírez, Perpetua Rodríguez, Kevin Magne, Cheril Linett y Sebastián
Concha. Se marcan con la letra A los fragmentos referidos al relato de la
jornada; con la letra B, los comentarios teóricos aledaños a este relato; con
la letra C, algunos apuntes para una lectura del viejo adagio griego soma sema (“cuerpo tumba”, o “cuerpo
signo”).
A1
Camino hacia el cementerio, hay que mirar: la caminata lleva un
ritmo que la mirada también sigue, enganchándose a cualquier cosa que vaya apareciendo alrededor. La mirada nunca
“está” en mí, es la parte de mí que está adherida, por unos segundos, a lo
cualquiera. Cada imagen dura, aproximadamente, lo que dura un paso: una casa
vieja, un escorzo del cerro, la casa vieja de nuevo, un papel en el suelo, una
señora con bolsas. Claramente estas frases son solo aproximaciones: las
imágenes no son sus descripciones, son cada vez algo irrepetible que se va
perdiendo, sin pena, en el camino. Los pasos son todos iguales, las imágenes
son todas distintas: así se va tejiendo un ritmo propio, la mirada que pasea.
De repente me detengo. Como quien se saca los audífonos para poder
comunicarse, mi mirada rompe su ritmo para empezar otro. Saludar, conversar,
reírse según ese ritmo totalmente distinto de las palabras, de tal modo que la
mirada queda vacante: se distrae, se sosiega, se sesga. Miro a quien hablo o a
quien me habla, pero también de nuevo a lo cualquiera, ahora sin orden ni
concierto, sin una música subyaciendo el proceso. La mirada floja, fuera de sí,
sometida a los vaivenes del lenguaje compartido.
Algo me llama la atención; me pierdo. Estamos en la plaza La Paz, en
la entrada del cementerio. Hay cuatro estatuas de mujeres, muy asimétricas
respecto al paisaje, evocando una acción (o una inacción) indiscernible. Me
raptan el ojo: trato de leer, de concentrarme, de comprender lo que quieren
decir, o al menos lo que me quieren
decir. Parece que estuvieran buscando algo en el suelo. Mi mirada se ve
secuestrada por una imagen presente, a la que intento dar sentido; la mirada de
las estatuas se ve secuestrada por una imagen ausente, la de lo buscado. La
sobredeterminación de sentido, como la que tienen las estatuas con placas
escritas, tiene una cierta tristeza que se completa en sí misma; la falta de
esta determinación tiene una tristeza que exige ser mirada, tristeza lastimera,
siempre incompleta. Así estas estatuas.
B1
Nos gustaría pensar que cuando vemos una obra de arte ésta secuestra
nuestra mirada, ya sea por sus presencias o por sus ausencias, con mayor o
menor preponderancia de la donación de sentido. Ésta sería la posición del
espectador respetuoso, que hace lo que quiere con lo que mira, pero mira. Aunque también está la
posibilidad de retener la mirada en un ritmo propio, que nada tenga que ver con
la obra, como quien pasea por un museo escuchando música; o de distraer
derechamente la mirada, hasta perderla en el lenguaje o, más radicalmente, en
la acción. Si algo me llama a actuar, mi mirada va a someterse
instrumentalmente a esta operación; sin objetos ni ritmos claros, la mirada
obedece a la pura praxis. Se pierde el respeto, o más bien, el re-specto: La mirada clavada y distante,
que vuelve una y otra vez a lo mismo para comprender sin perturbar.
Aunque siempre habrá perturbación, al menos interna. No podemos
evitar que la más mínima percepción nos mueva, no sólo con ese espejo de
empatía que realiza mentalmente las acciones que ve, sino más llanamente
incluso: con el puro paseo de la transmisión neuronal, que sigue la corriente
de lo que nos toca. Miremos como miremos, esta mirada nos modifica, aun cuando
permanezcamos en un plano de relativa indiferencia respecto a nuestras
sensaciones.
Susan Leigh Foster, en su texto “Movement’s contagion: the
kinesthetic impact of performance”[1],
recorre tres momentos de la historia del concepto de kinestesia: como
interiorización, como orientación y como simulación. En el primer caso se
entiende que la kinestesia es una percepción interior del propio movimiento, la
que nos da pie para sentir una empatía emocional con los movimientos de los
demás (es la época del apogeo de la danza moderna); en el segundo, se la
entiende como una percepción que integra activamente los datos del entorno para
orientarse en él, en base a las teorías de James J. Gibson; en la tercera, se
adopta el descubrimiento de las neuronas espejo, tratando de entender la
kinestesia como la sensación interna de los movimientos propios tanto como de
los ajenos, que se repiten en mí, e incluso de los que imagino hacer. En
cualquiera de los casos, la kinestesia está al centro del proceso sensorial,
funcionando como una especie de presupuesto de la sensibilidad misma. Esto la anuda
(aquí ya escapamos de Foster) con los conceptos de cenestesia (sentido común,
sentido que reúne los sentidos: koiné-aisthesis)
y de sinestesia (cruce de sentidos, tránsito entre un sentido y otro: syn-aisthesis): el sentido del
movimiento, o el movimiento de los sentidos, (kine-aisthesis), es lo que permite que estos se reúnan, o más bien,
se confundan, difuminando sus diferencias morfológicas para integrarse en un
plano de puros impulsos, saltos y correspondencias. La “amodalidad perceptiva”
de la que habla la neurociencia tiene su forma estética en esta suma confusión,
condición de la plasticidad de nuestro sistema sensorial.
Y se difumina, también, nuestra separación entre tipos de miradas:
todas se vuelven rítmicas, por más que estos ritmos no podamos sentirlos más
que como un gran ruido o un gran silencio sin pulso. Porque si nos ponemos al
ras de la kinestesia, la acción o la palabra marcarán un continuo con la mirada
distante o con la cadencia de una marcha. Pero no podemos vivir allí mucho
tiempo: volvemos a nuestros hábitos fisiológicos, donde todo es más cómodo, y
seguimos mirando con respeto.
Semántico, a (adj.): 1894,
del francés sémantique, aplicado por
Michel Bréal (1883) a la psicología del lenguaje, del griego semantikos "significante", de semainein “mostrar por medio de signos,
significar, apuntar, indicar por un signo”, de sema “signo, marca, ficha; augurio, portento; constelación; tumba”
(Dórico sama), de la raíz
protoindoeuropea *dheie- “ver, mirar”
(cognadas: Sánscrito dhyati “él
medita”, véase zen)[2].
A2
Al entrar al cementerio todo se mira como un museo: las tumbas
llevan todas los nombres grabados, con cada signo en su lugar correcto, sin la
posibilidad de que los fantasmas queden vagando sin casa. “El Cementerio General
es un museo al aire libre, con un valor patrimonial y cultural incalculable”,
dice el sitio web del lugar. “El transitar por sus calles es conocer la
historia de Chile, los hombres y
prohombres que la marcaron. Es importante considerar su riqueza arquitectónica
que refleja el desarrollo de una necrópolis inserta en la metrópolis”[3].
Hay un cuidador que vela por esa concordancia, vigilante de signos que procura
su mantenimiento material y simbólico. Nos sigue con sigilo, mientras los
pasillos de piedra nos repletan la mirada caminante con imágenes de dura paz.
“Favor no dañar”, dice una tumba junto a la estatua de un hombre llorando.
Favor no dañar ahora lo que ya fue dañado, lo que ya pasó su época de poder
dañarse; dejar en paz el monumento al daño, el daño congelado y estilizado, que
con un daño nuevo volvería tal vez a redoblarse. Grieta por la que podrían
escapar los espectros.
Jazmín nos guía hacia su
lugar escogido: un patio con pasto, en los bordes del recinto. A su entrada hay
un memorial de Manuel Bustos Huerta, “líder sindical y parlamentario”. El patio
se llama Las Encinas, y debe ser uno de los pocos que puede respirar hacia
afuera de las paredes de cemento: hay unas rejas verdes que dejan ver las
faldas del cerro. Ella se acerca a una lápida y se acuesta, luego de poner una
alarma en su celular para contar el tiempo. Durante ese lapso se convierte en
parte del entorno, mimetizando su vida animal con la vida vegetal que brota desde
los muertos. Pero a la vez, apenas comienza su acción inactiva, se vuelve
intensamente visible. Antes, al conversar sobre quién iba a presentar primero,
ella se ofreció diciendo que no le importaba si la veían o no. Su acción tiene
un tono silencioso e íntimo, que no pretende perturbar el espacio ritual del
cementerio sino más bien insertarse en él: tal como los deudos van a recordar,
a cuidar el signo de cada uno de sus difuntos, aquí Jazmín los rememora
mimetizándose con ellos, guardando un tiempo ceremonial necesario.
Pero el sentido ritual de la acción se ve interrumpido por el solo
hecho de que lo estemos viendo. De diferentes distancias, con los simples ojos
o con cámaras de variado rango de sofisticación, este cuerpo es observado y
registrado, con el imperativo categórico de que el momento no debe perderse.
Este hecho genera un corrimiento del foco de mi atención, que resultará
importante para la actitud a tomar el resto de la jornada: la forma en que se
mira una performance es también parte de ella, y no sólo por la ya muy sabida
reciprocidad entre espectadores y artistas en la construcción de sentido de la
obra o del acontecimiento, sino más concretamente por la copresencia corporal
de los espectadores. Ésta vuelve imposible contemplar “la obra” abstrayéndonos
de los demás cuerpos que la contemplan, y por ende, de nuestro cuerpo mismo.
Ganas repentinas, instintivas quizás, de alejarnos y poder ver el cuadro desde
el punto más lejano posible, hasta que se vean puros cuerpos relacionados entre
sí por intenciones y deseos, pero también por artefactos técnicos (como las
cámaras), por materia, por signos ineludibles. Ganas de no violentar directamente
con la mirada, como hacen los demás, pero al mismo tiempo ser la mirada
dominante, la que cubra todos los cuerpos presentes. ¿No será acaso ésa la
mirada más violenta, la que cree sustraerse a la violencia de los espectadores
“comunes”? Violencia silenciosa del que mira sin ser mirado, del perverso
perfecto que todos en parte queremos ser.
Y el tiempo se acaba: ella se va, tranquila, adonde está su mochila.
Ya nadie la mira, todos conversan. La mirada descansa en esa conversación. Ella
descansa también de las miradas; pronto conversará también, para que la vida
pueda seguir en nuestra típica animalidad.
C2
Herm. — ¿Y lo que sigue a esto? ¿Cómo diremos que
es?
Sóc. — ¿Te refieres al «cuerpo» (sôma)?
Herm. — Sí.
Sóc. — Éste,
desde luego, me parece complicado; y mucho, aunque se le varíe poco. En efecto,
hay quienes dicen que es la «tumba» (sêma)
del alma, como si ésta estuviera enterrada en la actualidad. Y, dado que, a su
vez, el alma manifiesta lo que manifiesta a través de éste, también se la llama
justamente «signo» (sôma).
Sin embargo,
creo que fueron Orfeo y los suyos quienes pusieron este nombre, sobre todo en
la idea de que el alma expía las culpas que expía y de que tiene al cuerpo como
recinto en el que « resguardarse» (sóizetai)
bajo la forma de prisión. Así pues, éste es el sôma (prisión) del alma, tal como se le nombra, mientras ésta expía
sus culpas; y no hay que cambiar ni una letra[4].
A3
El guardia de los signos (del sementerio)
se acerca a conversar con la comitiva. Yo no estoy ahí: paseo junto a un
pequeño muro de nichos con cuidados irregulares. Algunos tienen un juguete
chico, otros sólo frascos; uno tiene una botella de alcohol puro; otro un nido
de pájaros. Y hay algunos donde el nombre ya se hace indistinguible. ¿Qué puede
ser eso? ¿En qué se ha convertido una tumba que ya no tiene signo, donde el
signo se ha borrado, se ha hecho pura materia: tinta pobre sobre piedra, ya
despojada de sentido? El guardia de los signos, como todo guardia, tiene un
alcance limitado, privatizado. La policía semántica guarda a los que pagan: sin
plata, el signo se pierde, se va abandonando. Así nacen, tal vez, los fantasmas
puros: aquellos restos de alma que ya no están ligados a un nombre, olvidados
para el reino de los vivos, vagando por los laberintos de piedra y tierra sin
siquiera conservar individualidad. En el anonimato, uno y otro son
indiscernibles: se es múltiple o singular indiscriminadamente. Con las estatuas
de afuera, cuyo sentido estaba opaco, sentíamos el impulso de acompañar, de
completar su tristeza con nuestra mirada significadora; con estas tumbas eso ya
no es posible. Su tristeza ya ni siquiera les es propia; se fue volando, son el
puro signo de una pérdida de signo. Sabemos que hubo un cuerpo detrás de ellas,
pero ese cuerpo ya no puede decirse que esté ahí; es materia que ha vuelto a la
materia, liberada.
Vuelvo a la conversación. El cuidador nos dice, con simpatía, que no
podemos estar ahí haciendo esas cosas; que la gente se molesta. No aclara si
habla de los vivos o de los muertos. Ante su simpatía respondemos también con
simpatía, pero él termina ganando. Mientras caminamos, él sigue conversando:
cuenta sobre la gente que entra de noche, “a puro hacer destrozos”. “Hay de todo:
los que se visten de negro, los neonazis que saludan así [hace el signo con el
brazo], los escrinjed…”. Me sorprende
su errata, que evoca una tribu hipotética de jóvenes con cabeza de pantalla.
¿Cómo funcionará la mirada de seres así, que emiten en un teatro bidimensional
todo lo que van sintiendo? Como si el espacio virtual de nuestras
representaciones se transparentara, sacando a la luz lo que aun para nosotros
resulta oscuro. Trato de iluminar la pantalla de mi cabeza, de aclarar las
imágenes que pasan por ella, pero el fondo oscuro siempre termina devorando
todas las figuras precarias. Pienso, por ejemplo, cómo fue que rompieron la tumba
que nos indica el cuidador: parece un trabajo de demolición industrial, con
taladros gigantes. ¿Cómo imaginar esa escena? Empiezo a pasarme películas, literalmente: proyectar la fantasía de un grupo
de góticos manejando maquinaria pesada, sepa el diablo con qué fines. La cosa
es que la grieta se abrió, y los fantasmas lograron escapar.
B2
Además de
borrar su nombre, hay dos formas habituales de violentar una tumba:
profanándola o bailando sobre ella. La primera operación consiste en abrirla
para remover su cuerpo, ya sea en el
sentido de sacarlo de allí o de remecerlo,
como cuando removemos la tierra: mover lo que no debe ser movido, volver a
mover lo que ya dejó de moverse. Es, en el estricto sentido, una “falta de
respeto” hacia el difunto: rompo la distancia que me asegura una mirada
escrupulosa, aquella que es propia de lo sagrado. Al restablecer una
continuidad directa entre el cuerpo muerto y el mundo de afuera, ya sin la
protección del campo de fuerza ritual del signo-tumba, ya no puede haber
respectividad, esa mirada cuidadosa típica del espectador de arte. En un
sentido afirmativo, profanar es devolver al uso común aquello que la operación
sagrada había sustraído. “La profanación implica”, señala Agamben, “una
neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era
indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso”[5].
Pero ¿qué uso le damos a un cadáver profanado? ¿No será que la profanación de
tumbas realmente restituye estos cuerpos a un espacio sagrado incluso más
arcaico que el cristianismo, o que la costumbre misma de la inhumación?
Rompemos el rito para restablecer ritos más primitivos, como aquel que nos
marca el origen de nuestra espiritualidad:
Es la miseria del hombre,
en tanto que es espíritu, tener el cuerpo de un animal, y a ese respecto ser
como una cosa, pero es la gloria del cuerpo humano ser el sustrato de un
espíritu. Y el espíritu está tan unido al cuerpo-cosa, que éste no deja nunca
de verse asediado por él, no es nunca cosa más que en último extremo, hasta el
punto de que, si la muerte le reduce al estado de cosa, el espíritu está
entonces más presente que nunca: el cuerpo que le ha traicionado le revela más
que cuando le servía. En cierto sentido, el cadáver es la más perfecta
afirmación del espíritu[6].
Tal vez allí esté uno de los tantos puntos siniestros del cadáver:
no podemos profanarlo sin sacralizarlo. Pero si el cuerpo muerto es el punto
límite de lo profanable, su zona de indistinción, ¿qué nos hace pensar que
podemos efectivamente profanar cualquier otra cosa? ¿Tendrá que hacerse posible
traspasar este punto, llevar la relación con el cadáver a una que esté fuera de
toda sacralidad (ya sea la de la ciencia médica, o la del body art, por no hablar de todos los dispositivos funerarios
religiosos o laicos), para que podamos efectivamente profanar el resto de los
ámbitos? Resulta tenebroso, ciertamente.
No menos tenebrosa es la segunda forma de violencia contra la tumba:
bailar encima, que en latín era in-sultare.
Te insulto, esto es: bailo sobre tu tumba; convierto en mero suelo, mera
materia el signo de tu sobre-vida. Gasto tu signo con mis suelas. No borro tu
signo, sino que lo maltrato: hago ver tu indefensión, celebro mi vida ante tu
muerte. Marco la precariedad de tu nombre. Al insultar lo que hago es
simplemente repetir lo que el tiempo hará con todos: ir, con suave crueldad,
raspando los hilos que unen nuestra carne, nuestro espíritu, nuestro nombre.
Esa tortura resulta más grave que
nuestra definitiva desaparición, más grave que la pretenciosa profanación resacralizante
de nuestros restos. Contra ella, tal vez, valga el ejercicio de bailar alrededor de la tumba, lo que propone Blanchot
como imagen de la lectura.
La performance puede entenderse como un rito profano: desarmar los
ritos y rearticular sus elementos en ritos nuevos, ya no ligados a funciones ni
a mitos. Por eso es sumamente distinto que una performance se haga en lugares
desacralizados (¿o resacralizados?) como las galerías, museos y escenarios, a
que se haga en lugares aún-sagrados en el sentido clásico del término, como
templos o cementerios. La ritualidad nueva de la performance se acopla a la ritualidad antigua de la
muerte, no pudiendo desconocerla. El peso ritual del recinto le gana al brillo
que pudiera tener cada performance por sí sola, y esto parecen saberlo los
artistas: prácticamente no se habla ni se grita, no hay grandes golpes sino
pequeños gestos, de tal modo que se permite un auténtico diálogo con el lugar.
Porque si irrumpiéramos como screenheads,
rompiendo tumbas y “haciendo el show”, la fuerza ritual del cementerio nos
seguiría dominando por todos lados, sólo que esta vez sin darse la posibilidad
de compartir con él la continuidad de los rituales. Sin la posibilidad de tregua
entre lo sagrado y lo profano. Esas irrupciones son las que, tradicionalmente,
desencadenan las maldiciones: porque no consisten en profanar, sino en
pretender que el poder de lo sagrado no existe. Se lo pasa de largo, perdiendo
la consciencia de su energía, y por ende dejando que esta nos consuma. Si hay
que acabar de una vez por todas con lo sagrado, es preciso antes que nada contemplar su poder y profanarlo en la
medida en que nuestras propias fuerzas rituales pueden hacer uso de las suyas.
Se trata, en suma, de preparar la arena donde el enfrentamiento sea posible.
C3
La tumba es un signo, un mínimo de ser para lo que ya no es. Está
inscrita sobre una materia, que incluye el cadáver con su féretro, la piedra
que lo cubre, las flores, adornos u objetos que la acompañan, hasta el pasto
que la circunda o el cemento que la rodea. Pero ella misma no apunta a esta
materia, sino a un resto de alma que se presupone sigue allí. La tumba no es propiamente
material: es el signo que amarra la precariedad del espíritu sobre la materia.
Por eso, si este signo se pierde, la relación del alma con la materia se rompe.
Si somos materialistas, suponemos que el alma es solamente un efecto del signo;
que si éste se va, aquélla desaparece. Pero no podemos evitar pensar, desde el
animismo que aún nos queda, que esta alma persiste, que se queda dando vueltas
por allí en forma de fantasma. El signo, entonces, le asegura una casa a esta
alma.
Si le seguimos el juego a Platón, replicaremos este esquema en el
viviente. Lo que llamamos “cuerpo” no es la carne, sino el signo que está sobre
esta carne, y que remite a la existencia de un alma. El cuerpo no “encierra” el
alma, sino que la designa: la hace aparecer. Nuestra carne, la pura
materialidad que sostiene el signo-cuerpo, se convierte en el lugar de aparición
de esta alma. Por eso, si el signo vital (que es el cuerpo) desaparece, esta
alma pierde el vínculo con su lugar. Corre el peligro de deambular para
siempre, o lo que es peor, de no existir.
Por eso hacemos tumbas, entonces: el signo-tumba viene a reemplazar
al signo-cuerpo, para restablecer el vínculo entre la materia y el alma. Pero
ambos elementos han cambiado. La materia ya no es la carne de un cuerpo, sino
que es simplemente un sitio: para que no sea tan arbitrario, se asume que será
el lugar donde esa carne comenzó a devolverse a la materia infinita. El alma,
en tanto, ya no se hace visible mediante el signo. El signo es sólo la promesa
de la presencia de esa alma, la que le da sentido a todos los ritos de
rememoración que puedan ocurrir.
Así, se entiende que hay dos momentos de peligro en los que el alma
puede escapar y extraviarse: cuando muere el cuerpo y no hay un correcto rito
funerario, y cuando se violenta o se borra el signo de la tumba. Ambas
creencias son antiquísimas y siguen vigentes, lo que explica el hecho de que
estemos rodeados de fantasmas, cada vez más. Porque los signos, de vida y de
muerte, están cada vez más fuera de lugar.
A4
Volvemos a la plaza, donde Perpetua espera sentada en un poltrón. A
su lado hay una piedra envuelta en una cinta naranja. A varios metros de ella
hay números escritos en el suelo: 3, 6, 9 y 12, formando la imagen de un reloj.
Una bolsa de tierra de color espera ser usada en el suelo. El escenario está
preparado cuidadosamente: dos estatuas gigantes al fondo marcan la simetría del
espacio. Hay más gente mirando, casi el doble, tal vez el triple. Una cámara
profesional. En contraste con la acción de Jazmín, aquí claramente todo está
hecho para ser mirado. Se quiera o no, la plaza se vuelve teatro. Miraremos
entonces, desde varios ángulos distintos, aquello que se da a mirar.
Pienso, entonces, en la materia. Particularmente, en la bolsa de
tierra de color “extra-importada”, y su presencia tan ramplona allí, depositada
en el suelo. Antes de que la performance empiece,
ya los signos están echados. El poltrón remite a una casa, a un espacio
cómodo, tal vez algo antiguo, decorado por una generación anterior a la
nuestra. El reloj está ya trazado, y no es difícil imaginar que Perpetua lo
recorrerá. Suponemos que la tierra de color será usada para algo, tal vez para
marcar el suelo. Pero todavía no: está en la bolsa, sin saber su destino. Es
una pura cosa, con el temblor de sentido de aquello que aún no encuentra su
función. La piedra, al contrario, nos remite de inmediato a su pesadez: ya sea
se use como símbolo o como peso efectivo (probablemente las dos), la piedra ya
es un signo. Pero la tierra es pura materia, o al menos, lo parece: ¿no será que la tierra es sólo el signo por excelencia de la pura materia? Para mi ojo que presiente, que ve la performance donde todavía no está, tal vez ya con esta bolsa hay suficiente material de sentido para pensar.
Pero empieza el movimiento. Con los ojos vendados, perpetua deja la piedra en el asiento y toma la cinta que ésta tiene atada. Se convierte en la única manecilla de un reloj gigante. Mientras va pasando por las estaciones, va recibiendo diferentes cargas o ayudas: personajes se le aparecen para gritarle cosas, se cuelga un collar inmenso de manzanas, alguien la toma en brazos o se apoya sobre ella. La tierra de color va marcando el camino circular, el contorno del reloj. Vemos el escenario después de la acción, e imaginamos que todo vuelve a ser materia: las manzanas rotas, el silloncito, la tierra, la tiza, la piedra. Cuando el cuerpo se va, lo que queda se convierte en ruina: es el cuerpo el que le da sentido a los elementos, el que dinamiza estas materias para reforzar su poder de significación. Obviamente esta significación no es unívoca; pero es. Las manzanas pueden ser el pecado, el alimento, la producción agrícola, una simple marca de algo que pesa: pero no pueden dejar de significar. La mirada hacia la performance, por más consciente que esté de la materialidad de los signos presentados, no puede evitar referir sin detenerse. Mirar ya es relacionar: incluso, relacionamos antes de que nos demos cuenta de que estamos mirando. Por eso una mirada que atienda cuidadosamente a la materia, que busque llevar al signo a su mínimo nivel, implica un esfuerzo mayor que la mirada que interpreta y sobreinterpreta. Esfuerzo que, en todo caso, difícilmente llegará a completar su pretensión.
Pero empieza el movimiento. Con los ojos vendados, perpetua deja la piedra en el asiento y toma la cinta que ésta tiene atada. Se convierte en la única manecilla de un reloj gigante. Mientras va pasando por las estaciones, va recibiendo diferentes cargas o ayudas: personajes se le aparecen para gritarle cosas, se cuelga un collar inmenso de manzanas, alguien la toma en brazos o se apoya sobre ella. La tierra de color va marcando el camino circular, el contorno del reloj. Vemos el escenario después de la acción, e imaginamos que todo vuelve a ser materia: las manzanas rotas, el silloncito, la tierra, la tiza, la piedra. Cuando el cuerpo se va, lo que queda se convierte en ruina: es el cuerpo el que le da sentido a los elementos, el que dinamiza estas materias para reforzar su poder de significación. Obviamente esta significación no es unívoca; pero es. Las manzanas pueden ser el pecado, el alimento, la producción agrícola, una simple marca de algo que pesa: pero no pueden dejar de significar. La mirada hacia la performance, por más consciente que esté de la materialidad de los signos presentados, no puede evitar referir sin detenerse. Mirar ya es relacionar: incluso, relacionamos antes de que nos demos cuenta de que estamos mirando. Por eso una mirada que atienda cuidadosamente a la materia, que busque llevar al signo a su mínimo nivel, implica un esfuerzo mayor que la mirada que interpreta y sobreinterpreta. Esfuerzo que, en todo caso, difícilmente llegará a completar su pretensión.
B3
Erika Fischer-Lichte, en sus trabajos sobre la estética de lo
performativo, intenta distinguir la esfera de lo semiótico de los elementos
pre-semióticos de la realización escénica. Siguiendo al teórico teatral Max Herrmann,
estos elementos corresponderían a la materialidad, la medialidad y la
esteticidad, es decir: a las variables espaciales, corporales y sonoras; a la
relación de comunidad que se establece entre actores y espectadores; y a la
experiencia estética inmediata que este encuentro genera. Si nos mantenemos en
esta esfera, entendemos que lo que nos aparece no remite a significados
fijados, sino que a la propia fuerza de su aparecer: “Percibir los elementos
teatrales en su materialidad específica significa, pues, percibirlos como
autorreferenciales, percibirlos en su ser fenoménico”[7].
La relación con lo semiótico, entonces, parte de esta premisa y se entiende
como “emergencia de significado”. Ya no se trata de que yo lea signos y los
interprete, buscando un sentido que subyacería a su apariencia, sino que de la
misma materialidad surgen sentidos, asociaciones, referencias ante las cuales
soy en primera instancia un sujeto pasivo. Lo semiótico como emergencia y lo
pre-semiótico como autorreferencialidad se establecen como niveles distintos de
lectura de los mismos sucesos. Dice Fischer-Lichte:
En ambos casos la materialidad, el
significante y el significado están en relaciones distintas. En el primero, el
fenómeno es percibido como lo que aparece, es decir, en su ser fenoménico. En
este sentido materialidad, significante y significado coinciden. En el segundo
caso, por el contrario, se separan claramente. El fenómeno es percibido como un
significante que puede vincularse a los más diversos significados. Los
significados que se le atribuyen en este proceso no dependen de la voluntad del
sujeto, surgen injustificada e inmotivadamente en su conciencia[8].
Todo esto resulta sumamente interesante, porque nos presenta un modo
de estructurar y complejizar la distinción que ya hemos enunciado
intuitivamente entre signo y materia. Pero varios problemas saltan a la vista.
En primer lugar, todo parece mostrarse como si en primer lugar tuviéramos
acceso al ser fenoménico, y luego los significados emergieran a partir suyo.
Pero, ¿no es más bien el ser fenoménico una construcción, un efecto, un
significado vaciado que le otorgamos a la cosa? No pretendemos decir que la
esfera del signo es omnipresente y todopoderosa: claramente hay algo, mucho,
que se le escapa. Pero cuesta pensar que esto resida en el ser fenoménico del
objeto. Este no es más que el resultado de un proceso complejo de
significación, que termina “limpiando” de referencias un objeto para que sólo
le quede la posibilidad de referirse a sí mismo. Pero esto es muy distinto al
proceso que hemos avistado y que nos permitiría aproximarnos a la materia
pre-semiótica. Al ir reduciendo las asociaciones a las que me remite el signo,
tratando de llevarlas a un punto cero, no llego nunca a “la cosa misma” sino
que a la indiferencia entre una cosa y otra. Más que la epokhé fenomenológica, lo que nos sirve aquí es la inmediatez
bergsoniana: aquel primer sentido que es puro movimiento, el continuo paseo de
las multiplicidades entre las cuales está, ubicada convenientemente, mi
sensorialidad.
Por otra parte, hay que poner en cuestión también la división que se
hace entre significados emergentes y significados elaborados por una voluntad.
Una vez más, no se trata de subsumir una categoría en la otra: no es que toda
significación deba ser voluntaria, ni tampoco que toda deba surgir de modo inmotivado.
Lo que sucede es que al hacer una división así nos perdemos de lo más
interesante, que es la continuidad existente entre los dos polos. Mi intención
de generar sentido a partir de datos que aparecen juntos, y los distintos
sentidos y referencias que emergen del choque de estos datos con mi psique, comparten
el mismo espacio y los mismos medios hasta hacerse indistinguibles. En esa
indistinción está la posibilidad de suprimir, si es que nos molesta, el papel
del “yo” deseante, asumiendo que el proceso de asociación de signos puede
entenderse obviando la presencia de un controlador central; y así mismo,
también podemos pasar por alto el carácter “pasivo” que se le da a nuestra
sensorialidad respecto a la emergencia de significados. Este proceso implica siempre
una actividad, pero esta actividad no tiene por qué ser la de un yo o una
voluntad. Es la actividad de la sensorialidad misma, que antes de comprender lo
que es un “dato puro” siempre está ya relacionando. Sentir es relacionar. Por
eso, no es que no exista algo así como el ser fenoménico más allá (o acá) de la
semiótica, o que no exista la emergencia de los significados más allá (o acá) de
la voluntad interpretativa, sino que hay que entender que ambos surgen también
de un medio en el que lo que prima es la mezcla y la interrelación.
Por eso, la bolsa de tierra de color es a la vez un fenómeno (una
cosa de la cual abstraemos sus cualidades “primarias”, dejando de lado las interreferencias),
un signo (de la materia en cuanto tal, o de lo que queramos que sea), y la
materia misma (como lo son también los cuerpos, o el aire, o el sol, en la
medida en que no son cada una de
estas cosas). Su uso dentro de una performance no aclara, sino que más bien
confunde, estos puntos de vista entre sí. Pareciera que todo tiene que ver con
la forma de la mirada: pero la presentación misma nos facilita o nos dificulta
ciertas formas, también. Entre el signo y la materia, las performances van
jugándose su propio carácter liminar respecto al resto de las artes.
A5
Kevin tiene unas velas y un montón de cartones con frases escritas.
Pone los cartones en el suelo y se deja caer sobre ellos de espalda. Luego de
varias repeticiones, usa los cartones como refugio y va dejando caer esperma de
vela sobre ellos, mientras hace visibles algunos de los mensajes que en ellos
aparecen. Sus caídas son profesionales: no deberíamos saberlo[9],
pero sabemos, que Kevin es bailarín. Se nota que sabe caer, que no se está
haciendo daño, por lo que el grado de interpelación afectiva que tiene su caída
no cobra mucha importancia. Al contrario, se da una pequeña transformación en
la mirada que busca capturar su habilidad: él sabe caer, es un buen caedor, por
lo que admiraré sus caídas. Esta apreciación se percibe más precisamente en el
trabajo de los camarógrafos, que tratan de congelar el momento justo en el que
este cuerpo se encuentra a medio caer. Yo también lo intento, pero no me sale.
En mis fotos, Kevin ya está en el suelo: no tengo pruebas para mostrarle a otro que él se dejó caer con habilidad. Mi
registro falló como herramienta del espectáculo. Pero de todos modos, me sirvió
para constatar ese fallo, y la existencia fáctica de esa dimensión.
La performance de Perpetua incorporó la voz; la de Kevin incorpora
la palabra escrita. Las otras tres presentaciones habrán sido, en cambio, silenciosas en relación con el uso del
lenguaje humano. Estas dos habrán tenido lugar en la plaza, sitio estereotípico
del espacio público: la plaza, aunque sea la de la paz, es lugar de palabra. Las
palabras de Kevin remiten a referencias heterogéneas, pero que guardan cierta
afinidad. Están escritas con tinta roja y negra, lo que permite algunos juegos
de palabras: “Hombre como sujeto de promesa reproductiva”
“Espermatozoide”, “Sementerio”. El hecho de que sean escritas, y no dichas,
remarca de cierto modo la escenificación de la impotencia en el cuerpo del
artista. Este cuerpo no habla con sus propias palabras. El cuerpo de Perpetua
padece, pero también actúa: está encadenado, pero (como un buen esclavo) debe
mantener cierta fuerza para realizar su trabajo. El cuerpo de Kevin, en cambio,
sólo repite su caída y luego se acuesta, en una imagen que remite directamente
a la indigencia. Muere una y otra vez, cada vez que cae; es la imagen de un cuerpo
sometido, más simbólica que físicamente, cuya muerte se repite día a día.
Otra vez, nos vemos (los espectadores) cubiertos de signos que se
intersectan con nuestra percepción. Converso con Guga (Gustavo Solar), quien me
comenta lo cansado que queda después de ver una performance. Es cierto, cansa,
pero es difícil simplemente descansar cuando ésta se acaba. Porque de cierto
modo la performatividad sigue pegada a la mirada, que busca a su alrededor más
estímulos intensos con los que interactuar: para la mirada nada se ha acabado. Pienso
entonces en esa palabra, “sementerio” que nos mostró Kevin: yo había pensado en
la relación del cementerio con el sema,
pero no con el semen, lo que me
remite también a la inseminación (y diseminación) de signos-semilla que
continuamente recibe (¿o da?) nuestra mirada. La misma mirada que, cada cierto
tiempo, pretende volver a ser virgen.
C4
La raíz del sema (¿o su
semilla?) estaría en el verbo ver: no es signo lo que se marca, lo que se
inscribe, sino lo que yo veo como tal, lo que yo reconozco como signo. Si
tratamos de comprenderlo así, caemos en un círculo que no sabemos dónde
detener. Podemos pensar que es la mirada la que engendra el signo: apenas ésta
distingue una cosa de otra, establece como signos las dos cosas distinguidas, a
su vez que el punto de distinción mismo. Sería signo todo lo que yo puedo
individualizar con la mirada. Pero este primer acercamiento es demasiado pobre.
Un signo no es tanto lo que yo veo distinguiéndolo de otras cosas, sino aquello que puedo relacionar. Es en la
práctica del poner-en-relación una cosa con otra que puedo detenerme a percibir
esta “cosa” que relaciono, y la puedo individualizar, establecerle límites, tal
vez recordarla, tal vez guardarla y volver a usarla para generar la misma
relación. Pero ¿no es ésta la definición de la sensibilidad en general? ¿Y, por
lo tanto, de la mirada como uno de los modos de la sensibilidad? Primero pongo
en relación; después recién puedo individualizar los términos de esta relación,
y así surgen los signos.
Llegando a una mediación entre estos dos modos de entender el
asunto, podemos decir que el signo es la sensación individualizada (por
ejemplo, mediante la mirada), y que ésta siempre surge a partir de una
relación. La gracia del signo, sin embargo, no está en esta materialidad de la
sensación, sino en su poder de escapar de ella: en su capacidad de conservarse
individuado, a pesar del flujo de sensaciones y materias. Y es desde allí, de esa
supervivencia del signo más allá de los movimientos de su materialidad, que
pueden volver a establecerse relaciones, ahora de un nuevo tipo. Ahora son
relaciones entre signos ya constituidos. En este plano habitamos
cotidianamente, en un mundo de signos que ya está más o menos construido.
¿Dónde está el fenómeno puro, entonces, si nos movemos en una
conectividad infinita de signos? Este tiene que crearse, tiene que inventarse.
Pongo en paréntesis el mundo para llegar a la cosa en general: intento silenciar
las relaciones de esta cosa con otras, para llegar a la cosa pura. Pero nunca, en este proceso,
abandono la relación insacrificable que hago entre la cosa y la pureza. Busco
la pureza en la cosa como ideal, construyo la situación sustractiva que me permitiría
relacionar estos dos elementos. Relación mínima, pero relación. Ahora bien, si
quiero llegar a la materia, tengo que tomar el camino inverso. No buscar la
pureza, sino la mezcla: el punto allí donde las sensaciones no puedan
distinguirse unas de otras, en esa zona de sinestesia/kinestesia/cenestesia.
Ahí, llegando a la materialidad de mi propia sensorialidad, me acerco también
más fácilmente a la materialidad del entorno, a su ciego ser-movimiento.
Deambulo entre estos lugares. De repente es necesario ver
silenciando, con cuidado, con la atención de un fenomenólogo; de repente es
mejor extraviarse, hundirse en la sensorialidad casi inconsciente de un ebrio.
La performance abre mi mirada en este amplio rango, pero la deja así incluso
cuando termina; tal vez, incluso, la mirada ya se había abierto antes de
llegar, en la pura predisposición. Tal vez es la mirada misma la que es performativa,
la que empezó a performarse profundamente ya en ese pequeño primer paseo junto
al cerro, llevando el ritmo de los pasos junto al ritmo de las imágenes.
A6
Vuelvo a rodear el Cerro Blanco, esta vez conversando con Guga sobre
la ciudad y los viejos. La ciudad cambia, los viejos no tanto; los viejos
guardan en sus cuerpos la ciudad antigua, incluso cuando no le tengan gran
afecto, incluso cuando prefieren la ciudad nueva. Sus cuerpos se mueven según
la ciudad antigua. En otras ciudades, como Buenos Aires, la ciudad envejece
junto con ellos; Santiago en cambio es ampliamente cruel, devorando uno a uno
los espacios acostumbrados. Vemos a lo lejos la torre del Costanera Center,
pero detrás del San Cristóbal. Pareciera como si emergiera de él, como si fuese
una estructura solitaria rodeada de malezas. Se ve más corta, también, lo que
la hace más aceptable. Santiago, desde este ángulo, sería otra cosa que Santiago.
Cheril no sabe dónde hacer su presentación. Después de un rato de
espera, nos llega el soplido de que vayamos al Cementerio Católico. En cuanto
avistamos la puerta ésta se empieza a cerrar. Alcanzamos a ver la gran sala de
entrada, y a conversar con los cuidadores: entonces, al menos para mí, todo se
suspende. Sufro de un rapto de frío impresionante, que viene desde la piedra y
el metal de esa arquitectura. Todo el calor del día más caluroso durante meses
se esfumó, casi sobrenaturalmente. Esta sí que es la muerte, pensé. El sitio
web del recinto presenta el slogan “Una sepultación que recoge el sentir de
dignificación, nobleza y recordación”[10].
Extraña selección de palabras, que no hace más que seguir inquietándome. ¿Qué
puede tener de especial este lugar, si nuestra forma de lidiar con la muerte en
general está impregnada de catolicismo, aunque la pensemos de un modo “laico”?
Sólo me responde el frío digno y noble de esa piedra grotesca.
Justo al frente, Cheril conversa con las floristas. Ahí será la
performance. La acompaña Paula Baeza, una de las organizadoras del encuentro. De
pronto todo empieza a moverse: la gente del lugar desvía los autos para que
pasen por la entrada al cementerio, dejando libre el tramo de calle que va a
ser usado. Entonces aparecen Cheril y Paula, ambas con el torso desnudo. Paula
se acomoda en el regazo de Cheril y ésta empieza a amamantarla. Las flores las
enmarcan por todas partes. Los espectadores proliferan: no sólo la gente que ya
estaba allí, sino también transeúntes, y los tripulantes de los autos a los que
sorprendió el desvío. Los cuerpos amorosos y tibios se plantan ante el muro de
piedra fría, rodeados de flores; esas mismas flores son los trozos de vida con
que se intenta activar la memoria en las lápidas. Las mujeres juegan a ser
flores, pero sobre todo juegan a ser mujeres: juegan con el poder de los signos
de maternidad y femineidad, que llegan incluso a suspender el tránsito de la
ciudad. La idea de la madre sagrada le gana al catolicismo por milenios de
antigüedad, e incluso tal vez a los primeros cultos a los muertos: en este caso
su autoridad se pone en escena con ternura.
Me interesa, además de mirar el cuadro, escuchar a los otros
que miran. Un paraguayo conversa con una señora, preguntándole con insistencia
si ella piensa que esto está mal, o que tiene algo de pervertido. Ella le dice
que no, con poco ánimo de seguir hablando. Él continúa, sin embargo, diciendo
que probablemente ella sí piensa en su interior que esto es algo sucio y malo,
que todas las personas piensan así, pero que realmente es algo bonito. Me
interesa registrar lo que dice el paraguayo, para lo cual me pongo a grabar con
la cámara del celular. Él de inmediato se va, gritándole a nadie (pero a mí) que
le carga que graben, que estas cosas no deberían grabarse, que en ese momento
ya se hace pervertida la situación. Le encuentro cierta razón, pero no puedo
confesarle que mi verdadero motivo para grabar era registrar su habla. Me voy a
escuchar otra cosa: un caballero peruano está grabando o sacando fotos, y su
esposa lo descubre. “¡¿Qué estás haciendo?!” le dice, y se lo lleva. Es como si
el paraguayo hubiera presagiado, con su reclamo al aire, esta situación; estaba
leyendo el ambiente en general. Pero yo veía a las chicas y se me olvidaba toda
esta discusión sobre la perversión de la mirada y la sobre-perversión del
registro: sólo eran dos cuerpos dándose cariño, rodeados de flores, o un montón
de flores entre las cuales habían cuerpos mimetizados, siendo flores también,
trozos de vida lanzados ante la piedra-muerte, campo de fuerza de la siempre
vieja madre que siempre retorna.
Para la última presentación tenemos que volver al cementerio. Esta
vez hay que tener cuidado con la presencia del cuidador. Hay que pasar
inadvertidos. Somos un grupo extraño, es cierto, y sobre todo muy vistoso. Nos
proponemos entrar de a grupos pequeños, para que nadie piense que vamos a hacer
algo raro, a desordenar los signos que deberían quedarse en su lugar
eternamente (o hasta que los familiares dejen de pagar). En ese entonces nos miro.
B4
Somos un montón de cuerpos muy heterogéneos que se han ido moviendo
juntos toda la tarde. Algunos llegan, otros se van; pero una cierta unidad
precaria se mantiene. El nombre del encuentro, “Activación autónoma temporal”,
tiene relación directa con este hecho. Es el vínculo de los cuerpos con los
espacios, las cargas interactivas que van emergiendo durante una jornada en
común. Durante la mayor parte del tiempo, no hay distinción entre artistas o
espectadores: todos participamos de las situaciones que se presentan, de la
indeterminación respecto a los lugares o los permisos, de las conversaciones y
los desencuentros. Y fundamentalmente, estamos todos mirando performativamente, no sólo a nuestro entorno sino a
nosotros mismos: en esa mirada se produce el efecto de una comunidad, que así
mismo como se mira también se deja ver. Pero ¿no implica siempre la mirada esa
posibilidad, de que seamos también mirados? Todo lo que miro me devuelve una
especie de mirada, ese pequeño juego de profundidad y superficie que nos hace
sentir como cosas, también. Miro una cosa y la cosa me hace cosa. “La
perceptibilidad, una atención”, decía Novalis: las cosas están atentas a
nosotros en tanto son perceptibles. O al menos eso queremos creer, cuando vamos
paseando por la necrópolis bajo la forma de una comunidad camuflada en grupos
separados.
Hay una experiencia estética común, pero no sólo en los momentos en
que una o un artista se presenta y nos involucra en su juego. Es una
experiencia que, a pesar de su intensidad, está al borde de ser simplemente un
paseo. Tal vez sean las performances las que irradian esta esteticidad hacia la
jornada completa, aunque su efectuación habrá durado, en total, menos de la mitad
de todo el recorrido que habremos hecho. O tal vez sea el lugar mismo, que se
promociona como una especie de museo a cielo abierto, el que nos predispone a
observarlo como una obra o una serie de obras de arte. Quiero pensar que no es
ninguna de las dos de modo definitivo. Miramos las performances, así como
miramos el entorno escultórico o arquitectónico: pero nos olvidamos ya de que
estamos mirando algo así como “arte”. Perdón, por lo menos yo me olvido. No
miro arte, sino que experimento con mi propia forma de mirar, buscando
distintos niveles y dejándome influir por los signos y por la materia que va
modulando esta sensibilidad. Y espero, en el ánimo comunitario, que sintamos
todos un poco lo mismo, así como también los sentires de los demás, sus propios
modos, repercuten gracias a este ánimo en mí mismo, más que sea en formas
microscópicas.
A7
Atravesamos patios y patios, cada vez más a mal traer mientras más vamos al poniente. Como pasa también con los vivos, estos barrios pobres están salpicados por algunos pequeños sectores mejor cuidados, o a veces una sola tumba en todo un cuadrante. La carpa del Circo Celestial está allí, entremedio de un barrio de muertos totalmente descuidado. Nos acercamos a la zona donde Sebastián va a realizar su performance. Yo voy fijándome en la basura del suelo, que es abundante y antigua. Y entonces me encuentro con la virgen y el niño, destrozados, sin manos y con el yeso desgastado en varias partes. Pero reinan, a su modo, sobre un cierto alrededor. Cada lugar tiene dioses que se ajustan a sus condiciones, y la diosa de los patios pobres es esta virgen rota que sigue en pie, como embajadora de la madre arcaica que aguantará hasta que todos los signos pasen.
A7
Atravesamos patios y patios, cada vez más a mal traer mientras más vamos al poniente. Como pasa también con los vivos, estos barrios pobres están salpicados por algunos pequeños sectores mejor cuidados, o a veces una sola tumba en todo un cuadrante. La carpa del Circo Celestial está allí, entremedio de un barrio de muertos totalmente descuidado. Nos acercamos a la zona donde Sebastián va a realizar su performance. Yo voy fijándome en la basura del suelo, que es abundante y antigua. Y entonces me encuentro con la virgen y el niño, destrozados, sin manos y con el yeso desgastado en varias partes. Pero reinan, a su modo, sobre un cierto alrededor. Cada lugar tiene dioses que se ajustan a sus condiciones, y la diosa de los patios pobres es esta virgen rota que sigue en pie, como embajadora de la madre arcaica que aguantará hasta que todos los signos pasen.
Encontramos a Sebastián. Está con un par de ayudantes en un
cuadrante igual de pobre que los que ya hemos visto. Eso tal vez hace más
notorio el carácter fronterizo (literalmente marginal) de la pobreza: los signos se van borrando, lo que en
parte devuelve los muertos a la materia, pero también deja una ruina insensata,
un signo que no remite a ningún alma. Signos que pululan y que son
perfectamente confundibles e intercambiables. La idea de Sebastián implica un
trabajo sobre estas tumbas, que consiste particularmente en tres tareas: pintar
algunas cruces de blanco, poner poleras blancas sobre algunas cruces, y remover
con un rastrillo la tierra enmarañada que rodea a estas tumbas. El trabajo es
largo. De a poco van pidiendo ayuda, hasta que casi todos los presentes hemos
contribuido aunque sea unos minutos a la tarea.
En esta zona también hay cuidadores, o al menos, encargados de la
limpieza. Son tres, dos mujeres y un hombre, y miran azules desde unos muros de
nichos lo que sucede. Conversan tranquilos. A nadie se le ocurre echarnos, ni
decir que estamos violentando el lugar; no son guardianes de signos, porque
aquí los signos están desde su inicio en precariedad, casi no siendo. Podría
pensarse que la acción propuesta por Sebastián contribuye a la restauración de
estos signos perdidos, pero sería impreciso. Los signos-tumbas se blanquean y
limpian, pero no se reasignan; simplemente, se cuida y se ennoblece la pléyade
de signos ya perdidos, como un memorial a lo desconocido. Las poleras van vistiendo
a las tumbas como si fuesen ellas mismas los cuerpos vivos (soma sema), no los restos inasignables que les subyacen.
Ya está atardeciendo. Más allá del muro exterior del cementerio, que
da al poniente, se está jugando un partido de fútbol. En nosotros predomina una
quietud distendida. Tan distintos estos muertos a los asignados por los
panteones, tan distintos también a esos muertos que sólo presentí al acercarme
al frío del Cementerio Católico. Son muertos sin esperanza de sobrevida,
muertos a los que los signos han abandonado, pero que misteriosamente por eso
mismo pueden tener más paz. Pienso que deben ser habituales los partidos de
fútbol en esa cancha de al lado, y el hecho de que se mezcle su bullicio con el
silencio sepulcral se asimila a las correrías de niños en un entierro: fuera de
la gravedad convencional ante la muerte, se cruzan retazos de vida de un modo
muy distinto al de las flores. Estas son arrancadas, sacrificadas por ritos
antiquísimos para poder colorear con vida lo muerto; los bullicios
irresponsables del juego, en cambio, simplemente comparten el espacio de la
muerte sin respetarlo, pero también sin desafío alguno. Ante la mirada, o más
bien ante la sensación en general, estas dos energías se superponen como en un
montaje por fundido. Y la muerte toma un color, un sabor, un olor distinto; un
ritmo distinto, en suma, del que esta comunidad efímera finalmente se impregna.
C4
¿Podemos, después de esto, llegar a una idea de lo que es la
performance en general? Un ensayo, colgándonos del título del encuentro, podría
ser: activación colectiva según el signo y la materia. Decimos activación no como algo opuesto a la
pasividad, sino más bien acudiendo a la figura de un interruptor que actúa
sobre algo ya siempre activo, pero modificando este espacio-tiempo a medida que
se consume su energía. Decimos colectiva
porque todo acontece entremedio: no de los artistas y los espectadores
(categorías que ya no sirven), sino de los cuerpos y los signos, de los cuerpos
como signos, de la sensación material y de la atención fenoménica, de la mirada
y de su silenciamiento. Hay colectividad en tanto hay colección, recolección de
sensaciones en un medio que las hace circular. Decimos según el signo y la materia porque el modo específico en el que
esta activación colectiva funciona tiene que ver con esta dualidad, que como
hemos visto es asimétrica y artificial: la activación sigue esta dualidad, asume jugar a su ficción, la que le permite a
su vez atender y entender lo que la trasciende.
Soma y sema, el cuerpo como signo como tumba como mirada. Como
constelación, también, cofradía de soles que se conectan en nombre de una
figura caprichosa. Y también como meditación, como zen. Tal vez este último sentido, a un mundo de distancia del sema griego, pueda darnos alguna luz
sobre la forma de conciliar la sensación de la materia con la atención
fenomenológica. La meditación crea un círculo entre los dos extremos: atraviesa
mediante la concentración un umbral de tensión y de trabajo, para darse una
vuelta y volver al punto cero de la distensión, la pura apertura del mundo
mediante aquella indeterminación totipotente de la kinestesia. Y es sabido que existen
formas de meditación en movimiento, como el Tai Chi, o el Yoga, o pasarse la
tarde mirando por el cementerio.
Bibliografía
Agamben, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires:
Adriana Hidalgo, 2008
Bataille,
Georges. Teoría de la Religión. Madrid: Taurus, 1991
Blanchot, Maurice. El espacio
literario. Madrid: Editora
nacional, 2002.
Davis, Tracy C. (ed.), The Cambridge Companion to Performance
Studies, Cambridge: Cambridge University Press, 2008.
Fischer-Lichte,
Erika. Estética de lo performativo. Madrid: Abada, 2011
Platón,
Cratilo, 400 b-c. En Diálogos, 2, Madrid: Gredos, 1987
Procedencia de las imágenes
2, 3, 4, 5, 7, 8:
Registro personal.
[1] Davis, Tracy C. (ed.), The Cambridge Companion to Performance
Studies, Cambridge: Cambridge University Press, 2008, pp. 46-59.
[2] http://www.etymonline.com/index.php?term=semantic&allowed_in_frame=0 . Traducción personal.
[3] http://www.etymonline.com/index.php?term=semantic&allowed_in_frame=0 . Traducción personal.
[5] Platón, Cratilo, 400 b-c.
En Diálogos, 2, Madrid: Gredos, 1987,
pp. 393-394.
[6] Agamben, Giorgio. Profanaciones.
Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008, p. 102.
[2] Bataille, Georges. Teoría de
la Religión. Madrid: Taurus, 1991, pp. 43-44
[7] Fischer-Lichte, Erika. Estética
de lo performativo. Madrid: Abada, 2011, p. 282.
[8] Ibíd., p. 287.
[9] ¿por qué no deberíamos saberlo? Porque estamos haciendo el juego de
ser espectadores; lo que vemos, entonces, es un cuerpo desempeñando acciones,
no a tal persona desempeñando acciones. Cuando Kevin comienza su acción, deja
de ser Kevin por un rato, o al menos eso aparentamos todos creer. La ficción
teatral persiste, irreductible, en ciertos reductos de nuestras nuevas
exploraciones con la mirada.
[10] http://www.trinidadrecoleta.cl/