soma-sema
Notas sobre la performatividad de la mirada
Felipe Kong Aránguiz
…la lectura que tal vez sea, en efecto, una danza con un compañero invisible en un espacio separado, una danza dichosa, apasionada danza con la "tumba".
Maurice Blanchot

Este texto toma como material una tarde en el Cementerio General de Santiago y sus alrededores, en la cual se desarrolló la segunda jornada del encuentro de performance Activación autónoma temporal, el 25 de Julio de 2015. Las acciones fueron presentadas por Jazmín Ramírez, Perpetua Rodríguez, Kevin Magne, Cheril Linett y Sebastián Concha. Se marcan con la letra A los fragmentos referidos al relato de la jornada; con la letra B, los comentarios teóricos aledaños a este relato; con la letra C, algunos apuntes para una lectura del viejo adagio griego soma sema (“cuerpo tumba”, o “cuerpo signo”). 

A1

Camino hacia el cementerio, hay que mirar: la caminata lleva un ritmo que la mirada también sigue, enganchándose a cualquier cosa que vaya apareciendo alrededor. La mirada nunca “está” en mí, es la parte de mí que está adherida, por unos segundos, a lo cualquiera. Cada imagen dura, aproximadamente, lo que dura un paso: una casa vieja, un escorzo del cerro, la casa vieja de nuevo, un papel en el suelo, una señora con bolsas. Claramente estas frases son solo aproximaciones: las imágenes no son sus descripciones, son cada vez algo irrepetible que se va perdiendo, sin pena, en el camino. Los pasos son todos iguales, las imágenes son todas distintas: así se va tejiendo un ritmo propio, la mirada que pasea.

De repente me detengo. Como quien se saca los audífonos para poder comunicarse, mi mirada rompe su ritmo para empezar otro. Saludar, conversar, reírse según ese ritmo totalmente distinto de las palabras, de tal modo que la mirada queda vacante: se distrae, se sosiega, se sesga. Miro a quien hablo o a quien me habla, pero también de nuevo a lo cualquiera, ahora sin orden ni concierto, sin una música subyaciendo el proceso. La mirada floja, fuera de sí, sometida a los vaivenes del lenguaje compartido.  

Algo me llama la atención; me pierdo. Estamos en la plaza La Paz, en la entrada del cementerio. Hay cuatro estatuas de mujeres, muy asimétricas respecto al paisaje, evocando una acción (o una inacción) indiscernible. Me raptan el ojo: trato de leer, de concentrarme, de comprender lo que quieren decir, o al menos lo que me quieren decir. Parece que estuvieran buscando algo en el suelo. Mi mirada se ve secuestrada por una imagen presente, a la que intento dar sentido; la mirada de las estatuas se ve secuestrada por una imagen ausente, la de lo buscado. La sobredeterminación de sentido, como la que tienen las estatuas con placas escritas, tiene una cierta tristeza que se completa en sí misma; la falta de esta determinación tiene una tristeza que exige ser mirada, tristeza lastimera, siempre incompleta. Así estas estatuas.




 
B1

Nos gustaría pensar que cuando vemos una obra de arte ésta secuestra nuestra mirada, ya sea por sus presencias o por sus ausencias, con mayor o menor preponderancia de la donación de sentido. Ésta sería la posición del espectador respetuoso, que hace lo que quiere con lo que mira, pero mira. Aunque también está la posibilidad de retener la mirada en un ritmo propio, que nada tenga que ver con la obra, como quien pasea por un museo escuchando música; o de distraer derechamente la mirada, hasta perderla en el lenguaje o, más radicalmente, en la acción. Si algo me llama a actuar, mi mirada va a someterse instrumentalmente a esta operación; sin objetos ni ritmos claros, la mirada obedece a la pura praxis. Se pierde el respeto, o más bien, el re-specto: La mirada clavada y distante, que vuelve una y otra vez a lo mismo para comprender sin perturbar. 

Aunque siempre habrá perturbación, al menos interna. No podemos evitar que la más mínima percepción nos mueva, no sólo con ese espejo de empatía que realiza mentalmente las acciones que ve, sino más llanamente incluso: con el puro paseo de la transmisión neuronal, que sigue la corriente de lo que nos toca. Miremos como miremos, esta mirada nos modifica, aun cuando permanezcamos en un plano de relativa indiferencia respecto a nuestras sensaciones. 

Susan Leigh Foster, en su texto “Movement’s contagion: the kinesthetic impact of performance”[1], recorre tres momentos de la historia del concepto de kinestesia: como interiorización, como orientación y como simulación. En el primer caso se entiende que la kinestesia es una percepción interior del propio movimiento, la que nos da pie para sentir una empatía emocional con los movimientos de los demás (es la época del apogeo de la danza moderna); en el segundo, se la entiende como una percepción que integra activamente los datos del entorno para orientarse en él, en base a las teorías de James J. Gibson; en la tercera, se adopta el descubrimiento de las neuronas espejo, tratando de entender la kinestesia como la sensación interna de los movimientos propios tanto como de los ajenos, que se repiten en mí, e incluso de los que imagino hacer. En cualquiera de los casos, la kinestesia está al centro del proceso sensorial, funcionando como una especie de presupuesto de la sensibilidad misma. Esto la anuda (aquí ya escapamos de Foster) con los conceptos de cenestesia (sentido común, sentido que reúne los sentidos: koiné-aisthesis) y de sinestesia (cruce de sentidos, tránsito entre un sentido y otro: syn-aisthesis): el sentido del movimiento, o el movimiento de los sentidos, (kine-aisthesis), es lo que permite que estos se reúnan, o más bien, se confundan, difuminando sus diferencias morfológicas para integrarse en un plano de puros impulsos, saltos y correspondencias. La “amodalidad perceptiva” de la que habla la neurociencia tiene su forma estética en esta suma confusión, condición de la plasticidad de nuestro sistema sensorial.

Y se difumina, también, nuestra separación entre tipos de miradas: todas se vuelven rítmicas, por más que estos ritmos no podamos sentirlos más que como un gran ruido o un gran silencio sin pulso. Porque si nos ponemos al ras de la kinestesia, la acción o la palabra marcarán un continuo con la mirada distante o con la cadencia de una marcha. Pero no podemos vivir allí mucho tiempo: volvemos a nuestros hábitos fisiológicos, donde todo es más cómodo, y seguimos mirando con respeto.

Semántico, a (adj.): 1894, del francés sémantique, aplicado por Michel Bréal (1883) a la psicología del lenguaje, del griego semantikos "significante", de semainein “mostrar por medio de signos, significar, apuntar, indicar por un signo”, de sema “signo, marca, ficha; augurio, portento; constelación; tumba” (Dórico sama), de la raíz protoindoeuropea *dheie- “ver, mirar” (cognadas: Sánscrito dhyati “él medita”, véase zen)[2].



A2

Al entrar al cementerio todo se mira como un museo: las tumbas llevan todas los nombres grabados, con cada signo en su lugar correcto, sin la posibilidad de que los fantasmas queden vagando sin casa. “El Cementerio General es un museo al aire libre, con un valor patrimonial y cultural incalculable”, dice el sitio web del lugar. “El transitar por sus calles es conocer la historia de Chile,  los hombres y prohombres que la marcaron. Es importante considerar su riqueza arquitectónica que refleja el desarrollo de una necrópolis inserta en la metrópolis”[3]. Hay un cuidador que vela por esa concordancia, vigilante de signos que procura su mantenimiento material y simbólico. Nos sigue con sigilo, mientras los pasillos de piedra nos repletan la mirada caminante con imágenes de dura paz. “Favor no dañar”, dice una tumba junto a la estatua de un hombre llorando. Favor no dañar ahora lo que ya fue dañado, lo que ya pasó su época de poder dañarse; dejar en paz el monumento al daño, el daño congelado y estilizado, que con un daño nuevo volvería tal vez a redoblarse. Grieta por la que podrían escapar los espectros. 



Jazmín nos guía hacia su lugar escogido: un patio con pasto, en los bordes del recinto. A su entrada hay un memorial de Manuel Bustos Huerta, “líder sindical y parlamentario”. El patio se llama Las Encinas, y debe ser uno de los pocos que puede respirar hacia afuera de las paredes de cemento: hay unas rejas verdes que dejan ver las faldas del cerro. Ella se acerca a una lápida y se acuesta, luego de poner una alarma en su celular para contar el tiempo. Durante ese lapso se convierte en parte del entorno, mimetizando su vida animal con la vida vegetal que brota desde los muertos. Pero a la vez, apenas comienza su acción inactiva, se vuelve intensamente visible. Antes, al conversar sobre quién iba a presentar primero, ella se ofreció diciendo que no le importaba si la veían o no. Su acción tiene un tono silencioso e íntimo, que no pretende perturbar el espacio ritual del cementerio sino más bien insertarse en él: tal como los deudos van a recordar, a cuidar el signo de cada uno de sus difuntos, aquí Jazmín los rememora mimetizándose con ellos, guardando un tiempo ceremonial necesario.  



Pero el sentido ritual de la acción se ve interrumpido por el solo hecho de que lo estemos viendo. De diferentes distancias, con los simples ojos o con cámaras de variado rango de sofisticación, este cuerpo es observado y registrado, con el imperativo categórico de que el momento no debe perderse. Este hecho genera un corrimiento del foco de mi atención, que resultará importante para la actitud a tomar el resto de la jornada: la forma en que se mira una performance es también parte de ella, y no sólo por la ya muy sabida reciprocidad entre espectadores y artistas en la construcción de sentido de la obra o del acontecimiento, sino más concretamente por la copresencia corporal de los espectadores. Ésta vuelve imposible contemplar “la obra” abstrayéndonos de los demás cuerpos que la contemplan, y por ende, de nuestro cuerpo mismo. Ganas repentinas, instintivas quizás, de alejarnos y poder ver el cuadro desde el punto más lejano posible, hasta que se vean puros cuerpos relacionados entre sí por intenciones y deseos, pero también por artefactos técnicos (como las cámaras), por materia, por signos ineludibles. Ganas de no violentar directamente con la mirada, como hacen los demás, pero al mismo tiempo ser la mirada dominante, la que cubra todos los cuerpos presentes. ¿No será acaso ésa la mirada más violenta, la que cree sustraerse a la violencia de los espectadores “comunes”? Violencia silenciosa del que mira sin ser mirado, del perverso perfecto que todos en parte queremos ser.

Y el tiempo se acaba: ella se va, tranquila, adonde está su mochila. Ya nadie la mira, todos conversan. La mirada descansa en esa conversación. Ella descansa también de las miradas; pronto conversará también, para que la vida pueda seguir en nuestra típica animalidad.



C2

Herm. — ¿Y lo que sigue a esto? ¿Cómo diremos que es?
Sóc. — ¿Te refieres al «cuerpo» (sôma)?
Herm. — Sí.
Sóc. — Éste, desde luego, me parece complicado; y mucho, aunque se le varíe poco. En efecto, hay quienes dicen que es la «tumba» (sêma) del alma, como si ésta estuviera enterrada en la actualidad. Y, dado que, a su vez, el alma manifiesta lo que manifiesta a través de éste, también se la llama justamente «signo» (sôma).
Sin embargo, creo que fueron Orfeo y los suyos quienes pusieron este nombre, sobre todo en la idea de que el alma expía las culpas que expía y de que tiene al cuerpo como recinto en el que « resguardarse» (sóizetai) bajo la forma de prisión. Así pues, éste es el sôma (prisión) del alma, tal como se le nombra, mientras ésta expía sus culpas; y no hay que cambiar ni una letra[4].



A3

El guardia de los signos (del sementerio) se acerca a conversar con la comitiva. Yo no estoy ahí: paseo junto a un pequeño muro de nichos con cuidados irregulares. Algunos tienen un juguete chico, otros sólo frascos; uno tiene una botella de alcohol puro; otro un nido de pájaros. Y hay algunos donde el nombre ya se hace indistinguible. ¿Qué puede ser eso? ¿En qué se ha convertido una tumba que ya no tiene signo, donde el signo se ha borrado, se ha hecho pura materia: tinta pobre sobre piedra, ya despojada de sentido? El guardia de los signos, como todo guardia, tiene un alcance limitado, privatizado. La policía semántica guarda a los que pagan: sin plata, el signo se pierde, se va abandonando. Así nacen, tal vez, los fantasmas puros: aquellos restos de alma que ya no están ligados a un nombre, olvidados para el reino de los vivos, vagando por los laberintos de piedra y tierra sin siquiera conservar individualidad. En el anonimato, uno y otro son indiscernibles: se es múltiple o singular indiscriminadamente. Con las estatuas de afuera, cuyo sentido estaba opaco, sentíamos el impulso de acompañar, de completar su tristeza con nuestra mirada significadora; con estas tumbas eso ya no es posible. Su tristeza ya ni siquiera les es propia; se fue volando, son el puro signo de una pérdida de signo. Sabemos que hubo un cuerpo detrás de ellas, pero ese cuerpo ya no puede decirse que esté ahí; es materia que ha vuelto a la materia, liberada. 

Vuelvo a la conversación. El cuidador nos dice, con simpatía, que no podemos estar ahí haciendo esas cosas; que la gente se molesta. No aclara si habla de los vivos o de los muertos. Ante su simpatía respondemos también con simpatía, pero él termina ganando. Mientras caminamos, él sigue conversando: cuenta sobre la gente que entra de noche, “a puro hacer destrozos”. “Hay de todo: los que se visten de negro, los neonazis que saludan así [hace el signo con el brazo], los escrinjed…”. Me sorprende su errata, que evoca una tribu hipotética de jóvenes con cabeza de pantalla. ¿Cómo funcionará la mirada de seres así, que emiten en un teatro bidimensional todo lo que van sintiendo? Como si el espacio virtual de nuestras representaciones se transparentara, sacando a la luz lo que aun para nosotros resulta oscuro. Trato de iluminar la pantalla de mi cabeza, de aclarar las imágenes que pasan por ella, pero el fondo oscuro siempre termina devorando todas las figuras precarias. Pienso, por ejemplo, cómo fue que rompieron la tumba que nos indica el cuidador: parece un trabajo de demolición industrial, con taladros gigantes. ¿Cómo imaginar esa escena? Empiezo a pasarme películas, literalmente: proyectar la fantasía de un grupo de góticos manejando maquinaria pesada, sepa el diablo con qué fines. La cosa es que la grieta se abrió, y los fantasmas lograron escapar. 



 

B2

Además de borrar su nombre, hay dos formas habituales de violentar una tumba: profanándola o bailando sobre ella. La primera operación consiste en abrirla para remover su cuerpo, ya sea en el sentido de sacarlo de allí o de remecerlo, como cuando removemos la tierra: mover lo que no debe ser movido, volver a mover lo que ya dejó de moverse. Es, en el estricto sentido, una “falta de respeto” hacia el difunto: rompo la distancia que me asegura una mirada escrupulosa, aquella que es propia de lo sagrado. Al restablecer una continuidad directa entre el cuerpo muerto y el mundo de afuera, ya sin la protección del campo de fuerza ritual del signo-tumba, ya no puede haber respectividad, esa mirada cuidadosa típica del espectador de arte. En un sentido afirmativo, profanar es devolver al uso común aquello que la operación sagrada había sustraído. “La profanación implica”, señala Agamben, “una neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso”[5]. Pero ¿qué uso le damos a un cadáver profanado? ¿No será que la profanación de tumbas realmente restituye estos cuerpos a un espacio sagrado incluso más arcaico que el cristianismo, o que la costumbre misma de la inhumación? Rompemos el rito para restablecer ritos más primitivos, como aquel que nos marca el origen de nuestra espiritualidad:

Es la miseria del hombre, en tanto que es espíritu, tener el cuerpo de un animal, y a ese respecto ser como una cosa, pero es la gloria del cuerpo humano ser el sustrato de un espíritu. Y el espíritu está tan unido al cuerpo-cosa, que éste no deja nunca de verse asediado por él, no es nunca cosa más que en último extremo, hasta el punto de que, si la muerte le reduce al estado de cosa, el espíritu está entonces más presente que nunca: el cuerpo que le ha traicionado le revela más que cuando le servía. En cierto sentido, el cadáver es la más perfecta afirmación del espíritu[6].

Tal vez allí esté uno de los tantos puntos siniestros del cadáver: no podemos profanarlo sin sacralizarlo. Pero si el cuerpo muerto es el punto límite de lo profanable, su zona de indistinción, ¿qué nos hace pensar que podemos efectivamente profanar cualquier otra cosa? ¿Tendrá que hacerse posible traspasar este punto, llevar la relación con el cadáver a una que esté fuera de toda sacralidad (ya sea la de la ciencia médica, o la del body art, por no hablar de todos los dispositivos funerarios religiosos o laicos), para que podamos efectivamente profanar el resto de los ámbitos? Resulta tenebroso, ciertamente. 

No menos tenebrosa es la segunda forma de violencia contra la tumba: bailar encima, que en latín era in-sultare. Te insulto, esto es: bailo sobre tu tumba; convierto en mero suelo, mera materia el signo de tu sobre-vida. Gasto tu signo con mis suelas. No borro tu signo, sino que lo maltrato: hago ver tu indefensión, celebro mi vida ante tu muerte. Marco la precariedad de tu nombre. Al insultar lo que hago es simplemente repetir lo que el tiempo hará con todos: ir, con suave crueldad, raspando los hilos que unen nuestra carne, nuestro espíritu, nuestro nombre. Esa tortura resulta más grave que nuestra definitiva desaparición, más grave que la pretenciosa profanación resacralizante de nuestros restos. Contra ella, tal vez, valga el ejercicio de bailar alrededor de la tumba, lo que propone Blanchot como imagen de la lectura. 

La performance puede entenderse como un rito profano: desarmar los ritos y rearticular sus elementos en ritos nuevos, ya no ligados a funciones ni a mitos. Por eso es sumamente distinto que una performance se haga en lugares desacralizados (¿o resacralizados?) como las galerías, museos y escenarios, a que se haga en lugares aún-sagrados en el sentido clásico del término, como templos o cementerios. La ritualidad nueva de la performance se acopla a la ritualidad antigua de la muerte, no pudiendo desconocerla. El peso ritual del recinto le gana al brillo que pudiera tener cada performance por sí sola, y esto parecen saberlo los artistas: prácticamente no se habla ni se grita, no hay grandes golpes sino pequeños gestos, de tal modo que se permite un auténtico diálogo con el lugar. Porque si irrumpiéramos como screenheads, rompiendo tumbas y “haciendo el show”, la fuerza ritual del cementerio nos seguiría dominando por todos lados, sólo que esta vez sin darse la posibilidad de compartir con él la continuidad de los rituales. Sin la posibilidad de tregua entre lo sagrado y lo profano. Esas irrupciones son las que, tradicionalmente, desencadenan las maldiciones: porque no consisten en profanar, sino en pretender que el poder de lo sagrado no existe. Se lo pasa de largo, perdiendo la consciencia de su energía, y por ende dejando que esta nos consuma. Si hay que acabar de una vez por todas con lo sagrado, es preciso antes que nada contemplar su poder y profanarlo en la medida en que nuestras propias fuerzas rituales pueden hacer uso de las suyas. Se trata, en suma, de preparar la arena donde el enfrentamiento sea posible.



C3

La tumba es un signo, un mínimo de ser para lo que ya no es. Está inscrita sobre una materia, que incluye el cadáver con su féretro, la piedra que lo cubre, las flores, adornos u objetos que la acompañan, hasta el pasto que la circunda o el cemento que la rodea. Pero ella misma no apunta a esta materia, sino a un resto de alma que se presupone sigue allí. La tumba no es propiamente material: es el signo que amarra la precariedad del espíritu sobre la materia. Por eso, si este signo se pierde, la relación del alma con la materia se rompe. Si somos materialistas, suponemos que el alma es solamente un efecto del signo; que si éste se va, aquélla desaparece. Pero no podemos evitar pensar, desde el animismo que aún nos queda, que esta alma persiste, que se queda dando vueltas por allí en forma de fantasma. El signo, entonces, le asegura una casa a esta alma. 

Si le seguimos el juego a Platón, replicaremos este esquema en el viviente. Lo que llamamos “cuerpo” no es la carne, sino el signo que está sobre esta carne, y que remite a la existencia de un alma. El cuerpo no “encierra” el alma, sino que la designa: la hace aparecer. Nuestra carne, la pura materialidad que sostiene el signo-cuerpo, se convierte en el lugar de aparición de esta alma. Por eso, si el signo vital (que es el cuerpo) desaparece, esta alma pierde el vínculo con su lugar. Corre el peligro de deambular para siempre, o lo que es peor, de no existir.

Por eso hacemos tumbas, entonces: el signo-tumba viene a reemplazar al signo-cuerpo, para restablecer el vínculo entre la materia y el alma. Pero ambos elementos han cambiado. La materia ya no es la carne de un cuerpo, sino que es simplemente un sitio: para que no sea tan arbitrario, se asume que será el lugar donde esa carne comenzó a devolverse a la materia infinita. El alma, en tanto, ya no se hace visible mediante el signo. El signo es sólo la promesa de la presencia de esa alma, la que le da sentido a todos los ritos de rememoración que puedan ocurrir. 

Así, se entiende que hay dos momentos de peligro en los que el alma puede escapar y extraviarse: cuando muere el cuerpo y no hay un correcto rito funerario, y cuando se violenta o se borra el signo de la tumba. Ambas creencias son antiquísimas y siguen vigentes, lo que explica el hecho de que estemos rodeados de fantasmas, cada vez más. Porque los signos, de vida y de muerte, están cada vez más fuera de lugar.



A4

Volvemos a la plaza, donde Perpetua espera sentada en un poltrón. A su lado hay una piedra envuelta en una cinta naranja. A varios metros de ella hay números escritos en el suelo: 3, 6, 9 y 12, formando la imagen de un reloj. Una bolsa de tierra de color espera ser usada en el suelo. El escenario está preparado cuidadosamente: dos estatuas gigantes al fondo marcan la simetría del espacio. Hay más gente mirando, casi el doble, tal vez el triple. Una cámara profesional. En contraste con la acción de Jazmín, aquí claramente todo está hecho para ser mirado. Se quiera o no, la plaza se vuelve teatro. Miraremos entonces, desde varios ángulos distintos, aquello que se da a mirar. 

Pienso, entonces, en la materia. Particularmente, en la bolsa de tierra de color “extra-importada”, y su presencia tan ramplona allí, depositada en el suelo. Antes de que la performance empiece, ya los signos están echados. El poltrón remite a una casa, a un espacio cómodo, tal vez algo antiguo, decorado por una generación anterior a la nuestra. El reloj está ya trazado, y no es difícil imaginar que Perpetua lo recorrerá. Suponemos que la tierra de color será usada para algo, tal vez para marcar el suelo. Pero todavía no: está en la bolsa, sin saber su destino. Es una pura cosa, con el temblor de sentido de aquello que aún no encuentra su función. La piedra, al contrario, nos remite de inmediato a su pesadez: ya sea se use como símbolo o como peso efectivo (probablemente las dos), la piedra ya es un signo. Pero la tierra es pura materia, o al menos, lo parece: ¿no será que la tierra es sólo el signo por excelencia de la pura materia? Para mi ojo que presiente, que ve la performance donde todavía no está, tal vez ya con esta bolsa hay suficiente material de sentido para pensar.

Pero empieza el movimiento. Con los ojos vendados, perpetua deja la piedra en el asiento y toma la cinta que ésta tiene atada. Se convierte en la única manecilla de un reloj gigante. Mientras va pasando por las estaciones, va recibiendo diferentes cargas o ayudas: personajes se le aparecen para gritarle cosas, se cuelga un collar inmenso de manzanas, alguien la toma en brazos o se apoya sobre ella. La tierra de color va marcando el camino circular, el contorno del reloj. Vemos el escenario después de la acción, e imaginamos que todo vuelve a ser materia: las manzanas rotas, el silloncito, la tierra, la tiza, la piedra. Cuando el cuerpo se va, lo que queda se convierte en ruina: es el cuerpo el que le da sentido a los elementos, el que dinamiza estas materias para reforzar su poder de significación. Obviamente esta significación no es unívoca; pero es. Las manzanas pueden ser el pecado, el alimento, la producción agrícola, una simple marca de algo que pesa: pero no pueden dejar de significar. La mirada hacia la performance, por más consciente que esté de la materialidad de los signos presentados, no puede evitar referir sin detenerse. Mirar ya es relacionar: incluso, relacionamos antes de que nos demos cuenta de que estamos mirando. Por eso una mirada que atienda cuidadosamente a la materia, que busque llevar al signo a su mínimo nivel, implica un esfuerzo mayor que la mirada que interpreta y sobreinterpreta. Esfuerzo que, en todo caso, difícilmente llegará a completar su pretensión. 


  


B3

Erika Fischer-Lichte, en sus trabajos sobre la estética de lo performativo, intenta distinguir la esfera de lo semiótico de los elementos pre-semióticos de la realización escénica. Siguiendo al teórico teatral Max Herrmann, estos elementos corresponderían a la materialidad, la medialidad y la esteticidad, es decir: a las variables espaciales, corporales y sonoras; a la relación de comunidad que se establece entre actores y espectadores; y a la experiencia estética inmediata que este encuentro genera. Si nos mantenemos en esta esfera, entendemos que lo que nos aparece no remite a significados fijados, sino que a la propia fuerza de su aparecer: “Percibir los elementos teatrales en su materialidad específica significa, pues, percibirlos como autorreferenciales, percibirlos en su ser fenoménico”[7]. La relación con lo semiótico, entonces, parte de esta premisa y se entiende como “emergencia de significado”. Ya no se trata de que yo lea signos y los interprete, buscando un sentido que subyacería a su apariencia, sino que de la misma materialidad surgen sentidos, asociaciones, referencias ante las cuales soy en primera instancia un sujeto pasivo. Lo semiótico como emergencia y lo pre-semiótico como autorreferencialidad se establecen como niveles distintos de lectura de los mismos sucesos. Dice Fischer-Lichte:

En ambos casos la materialidad, el significante y el significado están en relaciones distintas. En el primero, el fenómeno es percibido como lo que aparece, es decir, en su ser fenoménico. En este sentido materialidad, significante y significado coinciden. En el segundo caso, por el contrario, se separan claramente. El fenómeno es percibido como un significante que puede vincularse a los más diversos significados. Los significados que se le atribuyen en este proceso no dependen de la voluntad del sujeto, surgen injustificada e inmotivadamente en su conciencia[8].

Todo esto resulta sumamente interesante, porque nos presenta un modo de estructurar y complejizar la distinción que ya hemos enunciado intuitivamente entre signo y materia. Pero varios problemas saltan a la vista. En primer lugar, todo parece mostrarse como si en primer lugar tuviéramos acceso al ser fenoménico, y luego los significados emergieran a partir suyo. Pero, ¿no es más bien el ser fenoménico una construcción, un efecto, un significado vaciado que le otorgamos a la cosa? No pretendemos decir que la esfera del signo es omnipresente y todopoderosa: claramente hay algo, mucho, que se le escapa. Pero cuesta pensar que esto resida en el ser fenoménico del objeto. Este no es más que el resultado de un proceso complejo de significación, que termina “limpiando” de referencias un objeto para que sólo le quede la posibilidad de referirse a sí mismo. Pero esto es muy distinto al proceso que hemos avistado y que nos permitiría aproximarnos a la materia pre-semiótica. Al ir reduciendo las asociaciones a las que me remite el signo, tratando de llevarlas a un punto cero, no llego nunca a “la cosa misma” sino que a la indiferencia entre una cosa y otra. Más que la epokhé fenomenológica, lo que nos sirve aquí es la inmediatez bergsoniana: aquel primer sentido que es puro movimiento, el continuo paseo de las multiplicidades entre las cuales está, ubicada convenientemente, mi sensorialidad. 

Por otra parte, hay que poner en cuestión también la división que se hace entre significados emergentes y significados elaborados por una voluntad. Una vez más, no se trata de subsumir una categoría en la otra: no es que toda significación deba ser voluntaria, ni tampoco que toda deba surgir de modo inmotivado. Lo que sucede es que al hacer una división así nos perdemos de lo más interesante, que es la continuidad existente entre los dos polos. Mi intención de generar sentido a partir de datos que aparecen juntos, y los distintos sentidos y referencias que emergen del choque de estos datos con mi psique, comparten el mismo espacio y los mismos medios hasta hacerse indistinguibles. En esa indistinción está la posibilidad de suprimir, si es que nos molesta, el papel del “yo” deseante, asumiendo que el proceso de asociación de signos puede entenderse obviando la presencia de un controlador central; y así mismo, también podemos pasar por alto el carácter “pasivo” que se le da a nuestra sensorialidad respecto a la emergencia de significados. Este proceso implica siempre una actividad, pero esta actividad no tiene por qué ser la de un yo o una voluntad. Es la actividad de la sensorialidad misma, que antes de comprender lo que es un “dato puro” siempre está ya relacionando. Sentir es relacionar. Por eso, no es que no exista algo así como el ser fenoménico más allá (o acá) de la semiótica, o que no exista la emergencia de los significados más allá (o acá) de la voluntad interpretativa, sino que hay que entender que ambos surgen también de un medio en el que lo que prima es la mezcla y la interrelación. 

Por eso, la bolsa de tierra de color es a la vez un fenómeno (una cosa de la cual abstraemos sus cualidades “primarias”, dejando de lado las interreferencias), un signo (de la materia en cuanto tal, o de lo que queramos que sea), y la materia misma (como lo son también los cuerpos, o el aire, o el sol, en la medida en que no son cada una de estas cosas). Su uso dentro de una performance no aclara, sino que más bien confunde, estos puntos de vista entre sí. Pareciera que todo tiene que ver con la forma de la mirada: pero la presentación misma nos facilita o nos dificulta ciertas formas, también. Entre el signo y la materia, las performances van jugándose su propio carácter liminar respecto al resto de las artes.



A5

Kevin tiene unas velas y un montón de cartones con frases escritas. Pone los cartones en el suelo y se deja caer sobre ellos de espalda. Luego de varias repeticiones, usa los cartones como refugio y va dejando caer esperma de vela sobre ellos, mientras hace visibles algunos de los mensajes que en ellos aparecen. Sus caídas son profesionales: no deberíamos saberlo[9], pero sabemos, que Kevin es bailarín. Se nota que sabe caer, que no se está haciendo daño, por lo que el grado de interpelación afectiva que tiene su caída no cobra mucha importancia. Al contrario, se da una pequeña transformación en la mirada que busca capturar su habilidad: él sabe caer, es un buen caedor, por lo que admiraré sus caídas. Esta apreciación se percibe más precisamente en el trabajo de los camarógrafos, que tratan de congelar el momento justo en el que este cuerpo se encuentra a medio caer. Yo también lo intento, pero no me sale. En mis fotos, Kevin ya está en el suelo: no tengo pruebas para mostrarle a otro que él se dejó caer con habilidad. Mi registro falló como herramienta del espectáculo. Pero de todos modos, me sirvió para constatar ese fallo, y la existencia fáctica de esa dimensión. 

La performance de Perpetua incorporó la voz; la de Kevin incorpora la palabra escrita. Las otras tres presentaciones habrán sido, en cambio, silenciosas en relación con el uso del lenguaje humano. Estas dos habrán tenido lugar en la plaza, sitio estereotípico del espacio público: la plaza, aunque sea la de la paz, es lugar de palabra. Las palabras de Kevin remiten a referencias heterogéneas, pero que guardan cierta afinidad. Están escritas con tinta roja y negra, lo que permite algunos juegos de palabras: “Hombre como sujeto de promesa reproductiva  “Espermatozoide”, “Sementerio”. El hecho de que sean escritas, y no dichas, remarca de cierto modo la escenificación de la impotencia en el cuerpo del artista. Este cuerpo no habla con sus propias palabras. El cuerpo de Perpetua padece, pero también actúa: está encadenado, pero (como un buen esclavo) debe mantener cierta fuerza para realizar su trabajo. El cuerpo de Kevin, en cambio, sólo repite su caída y luego se acuesta, en una imagen que remite directamente a la indigencia. Muere una y otra vez, cada vez que cae; es la imagen de un cuerpo sometido, más simbólica que físicamente, cuya muerte se repite día a día.  



Otra vez, nos vemos (los espectadores) cubiertos de signos que se intersectan con nuestra percepción. Converso con Guga (Gustavo Solar), quien me comenta lo cansado que queda después de ver una performance. Es cierto, cansa, pero es difícil simplemente descansar cuando ésta se acaba. Porque de cierto modo la performatividad sigue pegada a la mirada, que busca a su alrededor más estímulos intensos con los que interactuar: para la mirada nada se ha acabado. Pienso entonces en esa palabra, “sementerio” que nos mostró Kevin: yo había pensado en la relación del cementerio con el sema, pero no con el semen, lo que me remite también a la inseminación (y diseminación) de signos-semilla que continuamente recibe (¿o da?) nuestra mirada. La misma mirada que, cada cierto tiempo, pretende volver a ser virgen.


C4

La raíz del sema (¿o su semilla?) estaría en el verbo ver: no es signo lo que se marca, lo que se inscribe, sino lo que yo veo como tal, lo que yo reconozco como signo. Si tratamos de comprenderlo así, caemos en un círculo que no sabemos dónde detener. Podemos pensar que es la mirada la que engendra el signo: apenas ésta distingue una cosa de otra, establece como signos las dos cosas distinguidas, a su vez que el punto de distinción mismo. Sería signo todo lo que yo puedo individualizar con la mirada. Pero este primer acercamiento es demasiado pobre. Un signo no es tanto lo que yo veo distinguiéndolo de otras cosas, sino aquello que puedo relacionar. Es en la práctica del poner-en-relación una cosa con otra que puedo detenerme a percibir esta “cosa” que relaciono, y la puedo individualizar, establecerle límites, tal vez recordarla, tal vez guardarla y volver a usarla para generar la misma relación. Pero ¿no es ésta la definición de la sensibilidad en general? ¿Y, por lo tanto, de la mirada como uno de los modos de la sensibilidad? Primero pongo en relación; después recién puedo individualizar los términos de esta relación, y así surgen los signos. 

Llegando a una mediación entre estos dos modos de entender el asunto, podemos decir que el signo es la sensación individualizada (por ejemplo, mediante la mirada), y que ésta siempre surge a partir de una relación. La gracia del signo, sin embargo, no está en esta materialidad de la sensación, sino en su poder de escapar de ella: en su capacidad de conservarse individuado, a pesar del flujo de sensaciones y materias. Y es desde allí, de esa supervivencia del signo más allá de los movimientos de su materialidad, que pueden volver a establecerse relaciones, ahora de un nuevo tipo. Ahora son relaciones entre signos ya constituidos. En este plano habitamos cotidianamente, en un mundo de signos que ya está más o menos construido. 

¿Dónde está el fenómeno puro, entonces, si nos movemos en una conectividad infinita de signos? Este tiene que crearse, tiene que inventarse. Pongo en paréntesis el mundo para llegar a la cosa en general: intento silenciar las relaciones de esta cosa con otras, para llegar a la cosa pura. Pero nunca, en este proceso, abandono la relación insacrificable que hago entre la cosa y la pureza. Busco la pureza en la cosa como ideal, construyo la situación sustractiva que me permitiría relacionar estos dos elementos. Relación mínima, pero relación. Ahora bien, si quiero llegar a la materia, tengo que tomar el camino inverso. No buscar la pureza, sino la mezcla: el punto allí donde las sensaciones no puedan distinguirse unas de otras, en esa zona de sinestesia/kinestesia/cenestesia. Ahí, llegando a la materialidad de mi propia sensorialidad, me acerco también más fácilmente a la materialidad del entorno, a su ciego ser-movimiento.  

Deambulo entre estos lugares. De repente es necesario ver silenciando, con cuidado, con la atención de un fenomenólogo; de repente es mejor extraviarse, hundirse en la sensorialidad casi inconsciente de un ebrio. La performance abre mi mirada en este amplio rango, pero la deja así incluso cuando termina; tal vez, incluso, la mirada ya se había abierto antes de llegar, en la pura predisposición. Tal vez es la mirada misma la que es performativa, la que empezó a performarse profundamente ya en ese pequeño primer paseo junto al cerro, llevando el ritmo de los pasos junto al ritmo de las imágenes.



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Vuelvo a rodear el Cerro Blanco, esta vez conversando con Guga sobre la ciudad y los viejos. La ciudad cambia, los viejos no tanto; los viejos guardan en sus cuerpos la ciudad antigua, incluso cuando no le tengan gran afecto, incluso cuando prefieren la ciudad nueva. Sus cuerpos se mueven según la ciudad antigua. En otras ciudades, como Buenos Aires, la ciudad envejece junto con ellos; Santiago en cambio es ampliamente cruel, devorando uno a uno los espacios acostumbrados. Vemos a lo lejos la torre del Costanera Center, pero detrás del San Cristóbal. Pareciera como si emergiera de él, como si fuese una estructura solitaria rodeada de malezas. Se ve más corta, también, lo que la hace más aceptable. Santiago, desde este ángulo, sería otra cosa que Santiago.

Cheril no sabe dónde hacer su presentación. Después de un rato de espera, nos llega el soplido de que vayamos al Cementerio Católico. En cuanto avistamos la puerta ésta se empieza a cerrar. Alcanzamos a ver la gran sala de entrada, y a conversar con los cuidadores: entonces, al menos para mí, todo se suspende. Sufro de un rapto de frío impresionante, que viene desde la piedra y el metal de esa arquitectura. Todo el calor del día más caluroso durante meses se esfumó, casi sobrenaturalmente. Esta sí que es la muerte, pensé. El sitio web del recinto presenta el slogan “Una sepultación que recoge el sentir de dignificación, nobleza y recordación”[10]. Extraña selección de palabras, que no hace más que seguir inquietándome. ¿Qué puede tener de especial este lugar, si nuestra forma de lidiar con la muerte en general está impregnada de catolicismo, aunque la pensemos de un modo “laico”? Sólo me responde el frío digno y noble de esa piedra grotesca.  

Justo al frente, Cheril conversa con las floristas. Ahí será la performance. La acompaña Paula Baeza, una de las organizadoras del encuentro. De pronto todo empieza a moverse: la gente del lugar desvía los autos para que pasen por la entrada al cementerio, dejando libre el tramo de calle que va a ser usado. Entonces aparecen Cheril y Paula, ambas con el torso desnudo. Paula se acomoda en el regazo de Cheril y ésta empieza a amamantarla. Las flores las enmarcan por todas partes. Los espectadores proliferan: no sólo la gente que ya estaba allí, sino también transeúntes, y los tripulantes de los autos a los que sorprendió el desvío. Los cuerpos amorosos y tibios se plantan ante el muro de piedra fría, rodeados de flores; esas mismas flores son los trozos de vida con que se intenta activar la memoria en las lápidas. Las mujeres juegan a ser flores, pero sobre todo juegan a ser mujeres: juegan con el poder de los signos de maternidad y femineidad, que llegan incluso a suspender el tránsito de la ciudad. La idea de la madre sagrada le gana al catolicismo por milenios de antigüedad, e incluso tal vez a los primeros cultos a los muertos: en este caso su autoridad se pone en escena con ternura.

Me interesa, además de mirar el cuadro, escuchar a los otros que miran. Un paraguayo conversa con una señora, preguntándole con insistencia si ella piensa que esto está mal, o que tiene algo de pervertido. Ella le dice que no, con poco ánimo de seguir hablando. Él continúa, sin embargo, diciendo que probablemente ella sí piensa en su interior que esto es algo sucio y malo, que todas las personas piensan así, pero que realmente es algo bonito. Me interesa registrar lo que dice el paraguayo, para lo cual me pongo a grabar con la cámara del celular. Él de inmediato se va, gritándole a nadie (pero a mí) que le carga que graben, que estas cosas no deberían grabarse, que en ese momento ya se hace pervertida la situación. Le encuentro cierta razón, pero no puedo confesarle que mi verdadero motivo para grabar era registrar su habla. Me voy a escuchar otra cosa: un caballero peruano está grabando o sacando fotos, y su esposa lo descubre. “¡¿Qué estás haciendo?!” le dice, y se lo lleva. Es como si el paraguayo hubiera presagiado, con su reclamo al aire, esta situación; estaba leyendo el ambiente en general. Pero yo veía a las chicas y se me olvidaba toda esta discusión sobre la perversión de la mirada y la sobre-perversión del registro: sólo eran dos cuerpos dándose cariño, rodeados de flores, o un montón de flores entre las cuales habían cuerpos mimetizados, siendo flores también, trozos de vida lanzados ante la piedra-muerte, campo de fuerza de la siempre vieja madre que siempre retorna.



Para la última presentación tenemos que volver al cementerio. Esta vez hay que tener cuidado con la presencia del cuidador. Hay que pasar inadvertidos. Somos un grupo extraño, es cierto, y sobre todo muy vistoso. Nos proponemos entrar de a grupos pequeños, para que nadie piense que vamos a hacer algo raro, a desordenar los signos que deberían quedarse en su lugar eternamente (o hasta que los familiares dejen de pagar). En ese entonces nos miro.



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Somos un montón de cuerpos muy heterogéneos que se han ido moviendo juntos toda la tarde. Algunos llegan, otros se van; pero una cierta unidad precaria se mantiene. El nombre del encuentro, “Activación autónoma temporal”, tiene relación directa con este hecho. Es el vínculo de los cuerpos con los espacios, las cargas interactivas que van emergiendo durante una jornada en común. Durante la mayor parte del tiempo, no hay distinción entre artistas o espectadores: todos participamos de las situaciones que se presentan, de la indeterminación respecto a los lugares o los permisos, de las conversaciones y los desencuentros. Y fundamentalmente, estamos todos mirando performativamente, no sólo a nuestro entorno sino a nosotros mismos: en esa mirada se produce el efecto de una comunidad, que así mismo como se mira también se deja ver. Pero ¿no implica siempre la mirada esa posibilidad, de que seamos también mirados? Todo lo que miro me devuelve una especie de mirada, ese pequeño juego de profundidad y superficie que nos hace sentir como cosas, también. Miro una cosa y la cosa me hace cosa. “La perceptibilidad, una atención”, decía Novalis: las cosas están atentas a nosotros en tanto son perceptibles. O al menos eso queremos creer, cuando vamos paseando por la necrópolis bajo la forma de una comunidad camuflada en grupos separados.

Hay una experiencia estética común, pero no sólo en los momentos en que una o un artista se presenta y nos involucra en su juego. Es una experiencia que, a pesar de su intensidad, está al borde de ser simplemente un paseo. Tal vez sean las performances las que irradian esta esteticidad hacia la jornada completa, aunque su efectuación habrá durado, en total, menos de la mitad de todo el recorrido que habremos hecho. O tal vez sea el lugar mismo, que se promociona como una especie de museo a cielo abierto, el que nos predispone a observarlo como una obra o una serie de obras de arte. Quiero pensar que no es ninguna de las dos de modo definitivo. Miramos las performances, así como miramos el entorno escultórico o arquitectónico: pero nos olvidamos ya de que estamos mirando algo así como “arte”. Perdón, por lo menos yo me olvido. No miro arte, sino que experimento con mi propia forma de mirar, buscando distintos niveles y dejándome influir por los signos y por la materia que va modulando esta sensibilidad. Y espero, en el ánimo comunitario, que sintamos todos un poco lo mismo, así como también los sentires de los demás, sus propios modos, repercuten gracias a este ánimo en mí mismo, más que sea en formas microscópicas.



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Atravesamos patios y patios, cada vez más a mal traer mientras más vamos al poniente. Como pasa también con los vivos, estos barrios pobres están salpicados por algunos pequeños sectores mejor cuidados, o a veces una sola tumba en todo un cuadrante. La carpa del Circo Celestial está allí, entremedio de un barrio de muertos totalmente descuidado. Nos acercamos a la zona donde Sebastián va a realizar su performance. Yo voy fijándome en la basura del suelo, que es abundante y antigua. Y entonces me encuentro con la virgen y el niño, destrozados, sin manos y con el yeso desgastado en varias partes. Pero reinan, a su modo, sobre un cierto alrededor. Cada lugar tiene dioses que se ajustan a sus condiciones, y la diosa de los patios pobres es esta virgen rota que sigue en pie, como embajadora de la madre arcaica que aguantará hasta que todos los signos pasen. 


 

Encontramos a Sebastián. Está con un par de ayudantes en un cuadrante igual de pobre que los que ya hemos visto. Eso tal vez hace más notorio el carácter fronterizo (literalmente marginal) de la pobreza: los signos se van borrando, lo que en parte devuelve los muertos a la materia, pero también deja una ruina insensata, un signo que no remite a ningún alma. Signos que pululan y que son perfectamente confundibles e intercambiables. La idea de Sebastián implica un trabajo sobre estas tumbas, que consiste particularmente en tres tareas: pintar algunas cruces de blanco, poner poleras blancas sobre algunas cruces, y remover con un rastrillo la tierra enmarañada que rodea a estas tumbas. El trabajo es largo. De a poco van pidiendo ayuda, hasta que casi todos los presentes hemos contribuido aunque sea unos minutos a la tarea.


En esta zona también hay cuidadores, o al menos, encargados de la limpieza. Son tres, dos mujeres y un hombre, y miran azules desde unos muros de nichos lo que sucede. Conversan tranquilos. A nadie se le ocurre echarnos, ni decir que estamos violentando el lugar; no son guardianes de signos, porque aquí los signos están desde su inicio en precariedad, casi no siendo. Podría pensarse que la acción propuesta por Sebastián contribuye a la restauración de estos signos perdidos, pero sería impreciso. Los signos-tumbas se blanquean y limpian, pero no se reasignan; simplemente, se cuida y se ennoblece la pléyade de signos ya perdidos, como un memorial a lo desconocido. Las poleras van vistiendo a las tumbas como si fuesen ellas mismas los cuerpos vivos (soma sema), no los restos inasignables que les subyacen. 


Ya está atardeciendo. Más allá del muro exterior del cementerio, que da al poniente, se está jugando un partido de fútbol. En nosotros predomina una quietud distendida. Tan distintos estos muertos a los asignados por los panteones, tan distintos también a esos muertos que sólo presentí al acercarme al frío del Cementerio Católico. Son muertos sin esperanza de sobrevida, muertos a los que los signos han abandonado, pero que misteriosamente por eso mismo pueden tener más paz. Pienso que deben ser habituales los partidos de fútbol en esa cancha de al lado, y el hecho de que se mezcle su bullicio con el silencio sepulcral se asimila a las correrías de niños en un entierro: fuera de la gravedad convencional ante la muerte, se cruzan retazos de vida de un modo muy distinto al de las flores. Estas son arrancadas, sacrificadas por ritos antiquísimos para poder colorear con vida lo muerto; los bullicios irresponsables del juego, en cambio, simplemente comparten el espacio de la muerte sin respetarlo, pero también sin desafío alguno. Ante la mirada, o más bien ante la sensación en general, estas dos energías se superponen como en un montaje por fundido. Y la muerte toma un color, un sabor, un olor distinto; un ritmo distinto, en suma, del que esta comunidad efímera finalmente se impregna.





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¿Podemos, después de esto, llegar a una idea de lo que es la performance en general? Un ensayo, colgándonos del título del encuentro, podría ser: activación colectiva según el signo y la materia. Decimos activación no como algo opuesto a la pasividad, sino más bien acudiendo a la figura de un interruptor que actúa sobre algo ya siempre activo, pero modificando este espacio-tiempo a medida que se consume su energía. Decimos colectiva porque todo acontece entremedio: no de los artistas y los espectadores (categorías que ya no sirven), sino de los cuerpos y los signos, de los cuerpos como signos, de la sensación material y de la atención fenoménica, de la mirada y de su silenciamiento. Hay colectividad en tanto hay colección, recolección de sensaciones en un medio que las hace circular. Decimos según el signo y la materia porque el modo específico en el que esta activación colectiva funciona tiene que ver con esta dualidad, que como hemos visto es asimétrica y artificial: la activación sigue esta dualidad, asume jugar a su ficción, la que le permite a su vez atender y entender lo que la trasciende. 

Soma y sema, el cuerpo como signo como tumba como mirada. Como constelación, también, cofradía de soles que se conectan en nombre de una figura caprichosa. Y también como meditación, como zen. Tal vez este último sentido, a un mundo de distancia del sema griego, pueda darnos alguna luz sobre la forma de conciliar la sensación de la materia con la atención fenomenológica. La meditación crea un círculo entre los dos extremos: atraviesa mediante la concentración un umbral de tensión y de trabajo, para darse una vuelta y volver al punto cero de la distensión, la pura apertura del mundo mediante aquella indeterminación totipotente de la kinestesia. Y es sabido que existen formas de meditación en movimiento, como el Tai Chi, o el Yoga, o pasarse la tarde mirando por el cementerio.




Bibliografía

Agamben, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008

Bataille, Georges. Teoría de la Religión. Madrid: Taurus, 1991

Blanchot, Maurice. El espacio literario. Madrid: Editora nacional, 2002.

Davis, Tracy C. (ed.), The Cambridge Companion to Performance Studies, Cambridge: Cambridge University Press, 2008.

Fischer-Lichte, Erika. Estética de lo performativo. Madrid: Abada, 2011

Platón, Cratilo, 400 b-c. En Diálogos, 2, Madrid: Gredos, 1987





Procedencia de las imágenes

2, 3, 4, 5, 7, 8: Registro personal.
6, 9: Activación autónoma temporal.
 



[1] Davis, Tracy C. (ed.), The Cambridge Companion to Performance Studies, Cambridge: Cambridge University Press, 2008, pp. 46-59.
[5] Platón, Cratilo, 400 b-c. En Diálogos, 2, Madrid: Gredos, 1987, pp. 393-394. 
[6] Agamben, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008, p. 102. [2] Bataille, Georges. Teoría de la Religión. Madrid: Taurus, 1991, pp. 43-44
[7] Fischer-Lichte, Erika. Estética de lo performativo. Madrid: Abada, 2011, p. 282.
[8] Ibíd., p. 287.
[9] ¿por qué no deberíamos saberlo? Porque estamos haciendo el juego de ser espectadores; lo que vemos, entonces, es un cuerpo desempeñando acciones, no a tal persona desempeñando acciones. Cuando Kevin comienza su acción, deja de ser Kevin por un rato, o al menos eso aparentamos todos creer. La ficción teatral persiste, irreductible, en ciertos reductos de nuestras nuevas exploraciones con la mirada.
[10] http://www.trinidadrecoleta.cl/